lunes, 17 de agosto de 2009

Que sea tríada

El chino de Uriarte se incendió un lunes a la tarde. Cuando a la mañana siguiente pasé por la puerta y vi la faja de clausura, pensé que era por el IVA o las ratas. Lo normal. Zully, la encargada de casa, me contó lo que había pasado. Parece que todo empezó con el cortocircuito de una heladera; alguien llamó a los bomberos, cortaron la calle y un policía pasó toda la noche en la puerta del negocio. Me hubiera gustado ver algo de todo eso: tengo cierta fascinación por las catástrofes.
El dueño del chino de Uriarte habla áspero, martilla las vocales cuando me llama “amiga”, pero sonríe como si fuera un hombre simpático. No me cae mal. Una semana después del incendio lo encontré buscando mercadería en el chino de la calle Thames. Le pregunté cuándo iba a abrir el negocio y contestó con su jeringoza y gestos, que interpreté como que ya. Dejé lo que estaba por comprar y fui hasta Uriarte. El lugar todavía tenía olor a quemado, pero el que más picaba era el de la lavandina. Por primera vez, ahí adentro todo parecía limpio. Cuando estaba por irme, me crucé con el dueño. Me agarró del brazo, golpeó una frase y colocó una golosina adentro de la bolsa de mis compras.
No me di cuenta hasta hace unos días: algo cambió entre los chinos y yo. Una mañana pregunté en la caja si tenían Blem naranja en vez del común, y el dueño se acercó a decirme algo que no entendí muy bien. Al otro día, cuando pasé por la puerta, me llamó y me mostró una fila de Blem naranja. Lo mismo pasó con las paltas y, este fin semana, con las peras. Ahora ya entiendo cuando dice que va a conseguírmelo. Tengo que hacer algo con esta nueva relación.

sábado, 25 de julio de 2009

Lo que no se olvida

No le tengo paciencia a las peleas. Será que tengo un enojo raro. Casi todos son toros: arremeten con resoplidos y cornadas, tan colorados e irracionales que dan ganas de una media verónica. El mío, no. Es un globo que sale de la panza, un poco más arriba del ombligo, y sube hasta los ojos. Cuando me enojo pienso mucho y escucho poco: lo suficiente. Total, siempre hay un ladrillo más o menos cerca.

En la época de Cámpora, las sobremesas familiares eran bravas. Un mediodía, en Pilar, dos de mis tíos empezaron a discutir con el vermut, y todavía seguían haciéndolo cuando a los más chicos nos mandaron levantar los platos de postre y colocar la felpa verde arriba del mantel, para jugar a las cartas. Cuando Leber golpeó la mesa con el puño, Joaquín no dijo nada. Se levantó y fue caminando hasta la entrada del campo. Yo lo seguí. Nos sentamos a la sombra, cerca del Rambler Classic de Leber. Cuando nos cansamos de estar en silencio, me enseñó a silbar. Nos reímos bastante hasta que finalmente lo logré. Antes de volver con los otros, Joaquín agarró un ladrillo que estaba junto a la tranquera y lo tiró contra el parabrisas del auto. Más tarde, ganó dos veces el pozo.

jueves, 9 de julio de 2009

Un toque de Arbus

En Almagro los llamábamos mogólicos. Eso de decirles Down vino después. Había dos: Alfredo y el de la calle Mármol. Alfredo era el hermano de la dentista y yo siempre creí que era feliz. Sonreía mucho y, cuando estaba sentado en misa, hacía un gesto muy gracioso: se golpeaba una mejilla con la mano, como marcando un ritmo, después se inclinaba y hacía lo mismo sobre la rodilla. A veces, yo jugaba a ser mogólica y lo imitaba. Eso ponía muy nerviosa a mi mamá, que al principio se reía pero después se ponía furiosa; sobre todo, cuando lo hacía delante de extraños. La dentista atendía en la parte de adelante de la casa donde vivía con sus papás y Alfredo. Cada vez que iba a hacerme un baño de flúor, yo espiaba el corredor, por si llegaba a venir Alfredo. A veces, después de la siesta, él acompañaba a la mamá a hacer las compras. Camina todo destartalado, las piernas muy para adelante –las tenía largas- y aleteando los brazos. Cuando la madre lo retaba, fruncía la cara, como si fuera a echarse a llorar, pero al final se reía. Me costaba creer que tenía más de 40 años, como me había dicho la dentista. Lo veía como un nene.

Aunque me daba un poco de impresión, no le tuve miedo hasta que se hizo amigo del de la calle Mármol. Este era hijo de un médico, iba a un colegio especial y los días nublados usaba un impermeable beige. Parecía de 20, aunque seguramente tendría más. Daba muchas vueltas por el barrio y, a veces, se le daba por correr a las chicas. Por eso, apenas lo veíamos todas cambiábamos de vereda. Su amistad con Alfredo no duró más que unos días. Caminaban muy serios, sin hablar, de una esquina a la otra. Parada en la puerta de la casa, la madre de la dentista los miraba. Supongo que aquello no debe haberle parecido muy normal y por eso no se los vio más juntos. Fue durante ese tiempo que yo empecé a tenerle miedo a Alfredo. Empecé a imaginar lo que pensaría mientras caminaba y ya no lo pude ver más como un nene.

Ahora, en el gimnasio, está Mario. Es morrudo y bostero. Creo que también es irónico, porque el otro día, después de las elecciones, felicitó a todas por el triunfo de Kirchner. Casi toda la clase se indignó y lo corrigió: ganó Michetti, le dijeron. Él dijo que no, y se fue. Muchas veces se va antes del final de la clase. No guarda la colchoneta ni las mancuernas, pero le avisa al profesor: “No las toquen, vuelvo mañana”. Mario levanta muchísimo peso, por eso tiene ese cuerpo de Humpty Dumpty. Se aburre cuando hay que hacer ejercicios de elongación. Agarra una pelota, se la pone debajo de la remera y, señalándose la panza, le dice a Peggy: “Es tuyo”. Peggy, que tiene 70 años y baila muy bien el cha cha chá, se tapa la cara con las manos y se ríe.

Creo que ya no me da tanto miedo, capaz que un poco de fascinación.

martes, 7 de julio de 2009

domingo, 21 de junio de 2009

¿Y qué?

Juego mucho al solitario. Es muy parecido a vivir. Decido más con la intuición que con el razonamiento. Siempre muevo las cartas que tienen menos posibilidades. Cuando no gano, vuelvo a empezar. Hay algo muy tranquilizador en todo eso.

Detesto que me digan “cuidate”. Se me hace que la persona que se despide así es muy aprensiva. Y falta de imaginación. ¿Hay una guerra ahí afuera? Okay, un “te espero, con o sin heridas” no suena tan mal.

Anoche subrayé en la página 318 de un libro: “Da mucho frío ser libre”. Se me hace que es una de esas frases que sólo yo entiendo.

Desconfío de las personas que viven a dieta, para no engordar. Son como monjas y curas. Hay algo medio triste en esas privaciones, que también espanta.

Debería enamorarme más seguido.

En Canarias, un catalán me hizo jurar que nunca en mi vida me pincharía. Lo cumplí, sin demasiado mérito. Unos meses después nos encontramos en Barcelona. Me pidió plata para un chute. Se la dí.

Las cosas que hoy me preocupan tienen precio. Todas, menos dos.

Y más o menos es así: lloro por las películas de Pixar y también por bronca, me da vergüenza que me miren bailar, adoro los cascabeles y lo gitanil, me siento fea cuando estoy mal vestida, prendo la estufa si hay 15º grados, fumo mucho cuando escribo y me voy cuando me aburro.

martes, 16 de junio de 2009

R de recuerdo

Tuve un novio cocinero. Siempre llevaba un diccionario chiquito dentro de un bolsillo. Todas las noches, antes de dormir, memorizaba una palabra nueva. Cuando  lo conocí, iba por la C.

Trabajaba en el mismo lugar donde yo era camarera. Apenas nos miramos, nos caímos antipáticos. Nunca me gustaron los hombres altos. Pasó lo esperable: como siempre sacaba últimos mis pedidos, un mediodía entré en la cocina, desenganché las comandas, hice un bollo y se lo tiré en la cara. Muchas cayeron dentro de una olla donde estaba cocinando no sé qué, y otras, directamente sobre la hornalla. Vi volar a algunas, ya convertidas en fueguitos. Supongo que nos habremos insultado un poco. Nada grave, más bien una tontería. Casi al final del turno nos besamos y nunca más hubo barullos. 

Cuando empezamos a salir, descubrí lo del diccionario. Yo me acurrucaba contra él cada vez que lo leía, y miraba cómo fruncía las cejas. A veces, también repasaba palabras viejas. Sostenía el libro con una mano y acomodaba la otra sobre mi espalda. Nunca le pregunté por qué hacía aquello. Supuse que era algo relacionado con no haber terminado el secundario. La verdad es que no hablábamos mucho cuando estábamos solos.

Pero una tarde sí me contó que él fantaseaba con llegar a leer palabras a los hijos, en vez de cuentos, y que yo lo peleara por eso. Fue algo triste, porque nos estábamos despidiendo, dos días antes que yo me fuera a vivir a Brasil con mi ex marido. Comimos milanesas y me regaló un diccionario de portugués, chiquito como el suyo. 

domingo, 7 de junio de 2009

Yo no fui

En segundo grado era la peor alumna de mi clase. Tenía las notas más bajas hasta en los asuntos más absurdos que se clasificaban  en el boletín: en el de Aspecto Personal acumulé varios Desprolijo. Aunque escribía con Parker o Sheaffer, el resultado era el mismo que si lo hubiera hecho con una 303, como el resto de mis compañeras: mis lapiceras siempre lagrimeaban tinta. En el cuaderno, sobre mi guardapolvo y entre mis dedos. Las observaciones sobre mi apariencia mortificaban  mucho a mi mamá, que tenía un sentido del honor muy involucrado con el orden y la limpieza. Hubo palizas y castigos.  Pero mi relación con ella no era tan mala como la que tenía con la señorita María Marta. No sé como me las ingenié para pasar a tercer grado. Ese año me tocó una maestra que me tenía mucho cariño y estrené el boletín con algunos Sobresaliente. Además, empezamos a usar birome.

Una mañana, durante el recreo, crucé todo el patio hasta llegar adonde estaba la señorita María Marta. Le mostré mis manos y mi delantal limpios y le dije: “¿Vio? Yo no me mancho”. No esperé su comentario. Me di media vuelta y volví corriendo adonde estaban mis compañeras, para seguir jugando con ellas al quemado. 

No estoy muy segura de que las personas cambien. Pero creo que cualquiera es un  poco distinto cuando las circunstancias le dan un empujoncito. 

miércoles, 3 de junio de 2009

Lo que conviene

Pensás en muchas cosas mientras él sigue hablando. Lo que escuchás son retazos de frases, algo así como que antes éramos y ahora no. Eso es suficiente. Hay gente que se arregla con mucho menos para hacerse entender en Paris. De todas maneras, sentís que no es justo que te invite a una parrilla para decir que quiere separarse. Son cosas que se anuncian con un whisky o un café. No; en realidad, es algo que debería hablarse con un brandy, y siempre cuando termina el invierno. El otoño no es buena época para ser abandonada. Hay mucho frío por delante. Capaz que nunca más vas a poder comer morcilla, con lo que te gusta. Cada vez que lo hagas vas a acordarte de él colocando pimienta sobre la carne y el malestar. Qué necesidad. Después se queja de acidez. Y vos qué. Decile que no, que no entendés. Tenés todo el derecho de convertirte en un cliché. Mientras, pensás cómo algo tan blando como la morcilla puede raspar así. A lo mejor está envuelta en plástico, en vez de tripa. Deberías preocuparte un poco más por lo que entra en tu estómago. No alcanza con tomar Omega 3 y comer verduras crudas cinco veces por semana. Una noche te descuidás, te sirven plástico y terminás envenenada. Como esa canción que decía de qué sirvió cuidarte tanto de la tos. Preguntale si hay otra. Es lo que se hace. No, no tenés más hambre. Cómo podrías. Ahora vas a adelgazar y a cortarte el pelo. En la Lúdica: carré y flequillo al costado, la nuca al viento. No le creas, siempre hay otra. El otro día lo escuchaste silbar algo que parecía jazz. Seguro que ella vive en San Telmo, en un departamento con ventana a la calle en el living y mantas que trajo de un viaje a Machu Pichu sobre el sofá. A él le gusta la combinación de porro con té orgánico. Como si tuviera otra vez 24, que es la edad de ella. Una recepcionista que hizo cursos en Icana, saca fotos y las sube a Flickr. Es tan talentosa. Todos se lo dicen. El valora estas cosas, claro, pero no demasiado. Hay algo de recelo. Entonces, de vez en cuando le hace saber por qué ella está en un mostrador y él, en un despacho. Un poco más de vino, sí. Ahora, mirá la copa con cara de confusión. El va a creer que estás abatida. Sacá ventaja. Es importante que cuente mucho, que diga cómo y cuánto te mintió. Entonces, insistí con un gesto perturbado. Preguntale si en las últimas vacaciones todo estaba tan mal, pero vos no querías aceptarlo. Que no suene como un interrogante, usá el tono de quien admite que tiene caries. Va a decirte que sí, que desde hace rato. Esperaba que sólo fuera una crisis. El va a sentirse aliviado: el problema ahora es de la pareja. El mozo se va a acercar con la carta de los postres. Hacé como que no lo ves. Volvé a decir cómo te equivocaste en las vacaciones. En casi todas las fotos en Verona y en Venecia están con los pelos revueltos, como recién levantados. Se rieron cuando las vieron. En ese viaje hubo muchas siestas con sexo. Cuando él también se acuerde de eso, la culpa empezará a zumbarle. Intentará alejarla con alguna explicación sobre el afecto. Porque sabés lo que él te quiere, ¿no? Por eso quiso protegerte de sus dudas, mientras trataba de recuperar lo que habían tenido. No levantes la ceja izquierda. Sabés que eso lo irrita. Además, lo que menos necesitás en este momento es un intercambio de sarcasmos. Nada de papelones. Ahora entendés por qué están en una parrilla. Invertí mejor tu  energía. Body Pump, además de Pilates. Necesitás transpirar mucho. Sacar agua hasta que se te seque el enojo. Un café, por favor. También una copa de brandy. Demostrale que vos sí sabés hacer bien las cosas. 

domingo, 24 de mayo de 2009

Dejar de ser

He visto cosas más graves. Una embarazada llorando en el subte, con la alianza estrangulándole el dedo hinchado y el sobre de una resonancia magnética apretado contra el pecho. Fue un mediodía de febrero y toda clase de humedades se te refregaban en aquel vagón. Los ojos de la embarazada eran cráteres, las lágrimas le caían espesas y finalmente se perdían entre los tres pliegues de su cuello. 

Una tarde vi a una nena colocando una cinta roja en el cuello de un gatito gris. Le acariciaba el lomo y lo llamaba “Mi Bonito”. Hablaba en voz baja y tenía las manos infladas como panes, con las uñas pintadas de nacarado. El gato estaba muerto. 

También conozco a una mujer que fue mendiga en Almagro, fumaba las colillas que encontraba en los cordones de las veredas y todos los viernes se duchaba en el colegio de monjas. Consiguió trabajo como portera. A veces, cuando recoge la basura, abre las bolsas y revisa qué hay adentro.

Las cosas son así. Es inútil que salgas a atrapar un puñado de certezas. Las de hoy van a ser tus cadáveres del viernes a la noche. En algún momento, las ilusiones se suicidan. Dejan de ser. Se cumplen o se reemplazan. No es algo que yo haya inventado y a lo mejor ni siquiera me gusta. Pero es así. Entonces, suponete que una mañana te levantás y me ves sentada en la mesa de la cocina; enfrente de mí hay una taza de te orgánico y un plato con galletitas de gluten. Y no vas a tener que abrir la ventana porque es imposible ese olor a cigarrillo a esta hora. O capaz que me ves preocupada por alguna razón lógica, de esas que no llevan adelante un condicional ni se explican con una levantada de hombros. También puede pasar que empiece a sentirme cómoda cuando me miran, y sonría sin ponerme colorada ni interrumpir lo que estaba haciendo. O que llegue a casa y me deje los zapatos puestos. Y cocine bifes a la criolla, claro, o alguno de esos platos que pedís al delivery de Las Torres. Un día vas a darte cuenta de que explico todo de una manera clara, entendible, y no vas a morderte el labio de abajo cuando empiezo una frase con un “capaz que”. Entonces, voy a contarte todo lo que no te digo cuando me quedo un domingo escribiendo, en vez de ir con vos al cine. 

Si pasa esto, devolveme a esa cama donde pasamos la primera noche. Dejame seguir durmiendo. Y no te despidas. Para qué. Ya no voy a ser yo.  

domingo, 10 de mayo de 2009

Estrelladas

Me parece que los domingos son raros. Hoy a la mañana, por ejemplo, mientras desayunaba (tazón sopero de café y galletitas Rumba), escuché un ruido en la puerta de entrada de mi departamento. Lo primero que pensé fue: “¡Oia!” (o algo así).  Después, analicé: “Hoy no es jueves. Lili viene los jueves. Entonces, no es Lili”. Cuando quiero, puedo ser de lo más deductiva. Y me levanté.  En el living me di cuenta de que alguien forcejeaba con la cerradura. Me asusté, claro. No hace mucho quisieron robar a mi vecino, el Cara de Hormiga. Imaginé que no debía faltar mucho para que la persona consiguiera entrar, y pensé en defenderme. Sobre la mesa hay una vela con forma de estrella, que tiene una base de metal. Es una especie de pisapapeles: debajo de ella van a parar las facturas por vencer y los papelitos con anotaciones que en algún momento consideré importantes. Debajo de la vela hay números de teléfono de vaya a saber quién o qué, y hasta una receta de mermelada. Agarré la base de la vela y me acerqué a la puerta. Un poquito me tembló la voz cuando pregunté quién era. Una mujer me contestó que era la vecina del sexto, que se había equivocado de departamento. Le creí. Convengamos: ninguna de las dos estaba muy en condiciones de juzgar a la otra. 

lunes, 4 de mayo de 2009

Lo que sea

Primera versión:

 Un domingo al mediodía, mi papá llegó a casa y le avisó a la chica que nos cuidaba que iba a llevarme a lo de unos amigos. Ella preparó un bolso con pañales y mamaderas. A lo mejor, mi hermana también vino. No lo sé. Yo ni siquiera tenía un año y todo esto me lo contó una tía. Ella nunca mencionó a mi hermana y tampoco a mi mamá. Algo de esto es más o menos entendible: mi mamá y mi papá no vivían juntos y entonces resultaba fácil cualquier omisión de alguno de los dos en los relatos familiares. Lo de mi hermana, no sé. A veces papá salía con una y dejaba a la otra en casa, como pasó aquella vez que fue con mi hermana al Botánico. Ella tenía tres años y yo, uno y medio o dos. Durante mucho tiempo, muchísimo, los imaginé paseando en aquel parque, charlando y riendo, mientras yo lloraba en casa. Hoy pienso que a lo mejor las cosas no fueron tan así. Por ahí llevó sólo a una porque era bastante complicado maniobrar dos cochecitos de bebé. Sobre todo, con resaca. La vez que me llevó a lo de los amigos se olvidó el cambiador en el taxi. Cuando me trajo de vuelta a casa le contó a mi tía que, como yo sonreía cada vez que alguien me alzaba, me pasé toda la tarde en brazos. Y que nadie hubiera podido imaginar que estaba así de escaldada. Mi tía dijo que mi papá parecía admirado o algo así. Parece que el disimulo es un don familiar. 

 

Después quedó esto:

 Un domingo al mediodía, el padre fue hasta la casa donde vivían sus hijas. Le dijo a su ex mujer que iba a llevar a la más chica a casa de unos amigos. Trató de no gesticular mientras hablaba, para que no se le notara el temblor. Ella dijo que ya estaba harta y fue al cuarto a preparar el bolso con los pañales y las mamaderas. Mientras esperaba, él sentó a la mayor, que tenía dos años, sobre una de sus rodillas y le hizo practicar el silbido. Ella inflaba los cachetes pero no llegaba a fruncir bien los labios al soplar. Se reía mientras lo intentaba. Cuando vio a la madre acercarse con su hermanita en brazos, la hija mayor se abrazó fuerte al cuello del padre. Se quedó llorando mientras él se iba con la beba. El pensó que tenía mucha razón en angustiarse, no era algo bueno lo que estaba haciendo. Una vez había intentado salir con las dos, tuvo que volver al rato porque le fue imposible hacerse cargo de los cochecitos en los que iban ellas.

Ese domingo iba a almorzar a la casa de un matrimonio amigo, que le había pedido conocer a la más chiquita. En la avenida paró un taxi. Le costó bastante plegar el cochecito y, cuando por fin logró subir, le pareció que el conductor lo miraba con una expresión burlona. En ese momento, por quinta vez en el día, tuvo necesidad de un trago. Ya le habían dicho que los primeros tiempos eran los peores. Dormida, la beba le manchó la manga de la camisa con una mezcla de saliva y leche. El trató de limpiarse con una toallita que encontró en el bolso. La aureola que le quedó lo hizo sentir sucio. Apenas llegó a casa de sus amigos, pidió pasar al baño. Se sacó la camisa y refregó la manga con cierto asco. Nunca había logrado acostumbrarse al olor que deja un bebé. Su ex mujer decía que eso era porque él no estaba bien. Todo un síntoma, decía. 

Decidió darle una mamadera a su hija antes de sentarse a almorzar. Fue hasta el escritorio, donde estaba el cochecito, pero no encontró el bolso. Lo había olvidado en el taxi. Decidió no decir nada a sus amigos. Los buenos padres no pierden la comida y los pañales, pensó. Cuando volvió al living, vio a su hija en brazos de su amiga. Sonreía y con una de las manos parecía agarrar el aire. Siempre se mostraba feliz con los extraños. Mejor, se dijo. Más que nunca, esa tarde tendría que ser así. Y aceptó un vaso de whisky. Bourbon. Sin hielo.

 

Ahora pienso: No hay caso, tengo que volver a la primera persona. Capaz que el domingo intento again. Porque algo hay que hacer con esto de los recuerdos. Agarrarlos del cuello, repetirles qué bonitos son, buclearles los lacios, someterlos, inventarles panderetas, confundirles las emes con las eñes. Algo que no sea un ufido. Y que no me haga ser tan buena jugando al solitario. 

lunes, 20 de abril de 2009

Como un yo afectado

Nací en el colegio Vicente López y Planes, de Olivos. Mi mamá quería que tuviéramos una buena educación y por eso desovó ahí. Durante un tiempo vivimos en el zócalo del aula de primer grado; después, nos mudamos a la de segundo y seguimos cambiándonos, hasta llegar a la de quinto. En ese entonces, yo ya sabía leer y conocía de memoria la formación de los triunviratos durante la época de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Y hubiera podido saber mucho más, si no hubieran desinfectado el aula. Así murió mi familia. Esa mañana, yo había subido a uno de los micros que llevaron a todos los alumnos a conocer el cabildo, la catedral y la casa de gobierno. Era la primera vez que viajaba: mi mamá no me había dejado ir a la excursión a un museo de ciencias naturales que habían hecho el año anterior los chicos de cuarto. Dijo que le parecía morboso. Ya era de tarde cuando regresamos al colegio. El olor se sentía desde el patio. Pepa, que vivía en el comedor y era parienta nuestra, me paró cuando yo iba corriendo a casa y me llevó hasta el mástil. Ahí me contó cómo había sido todo. Apenas escuchó el ruido de las puertas y las ventanas que se cerraban, mamá abrazó a mis hermanitas. Envueltas por el humo del Gamexane, las más chicas empezaron a cantar el himno nacional. Ojalá pudiera estar orgullosa de ellas. Pero nosotras no tenemos emociones. En realidad, sólo tenemos una y es una especie de alarma. Pero está bien que sea así. Nuestro sistema nervioso no está preparado para más.

 Pepa insistió para que me mudara al comedor, pero no quise seguir viviendo en la escuela. Cuando nos despedimos, ella me recomendó que buscara un lugar con estufa. Anduve mucho por la calle hasta que encontré una puerta, que resultó ser la de un kiosco. Ese fin de semana me instalé en una caja de pastillas Renomé. Nadie me molestó. Pero el lunes empezaron los movimientos y tuve que cambiar de lugar varias veces. Terminé agotada. Pero lo peor fue escuchar las voces de los chicos. No lo soporté.

Volví a la calle. Aprendí a esconderme durante el día entre las raíces de los árboles y a moverme de noche. Como no sabía adónde ir, corría. Así llegué a un playón donde había muchos micros estacionados. Era la terminal del 152. Lo leí en el cartel donde estaba escrito el recorrido de los colectivos. Descansé un rato en el borde de un balde que había cerca de una canilla. Estuve un rato mirando alrededor; las paredes de la casilla tenían muchas grietas y, en algunas, crecían yuyos. Seguramente, tendría estufa. Decidí que ése no era un mal lugar para vivir. Pero, de pronto, todo empezó a temblar y caí sobre un trapo de piso que estaba en el fondo del balde. Me quedé quieta mientras duró aquel bamboleo. Traté de mantenerme firme, porque mi mamá nos había enseñado que era muy peligroso caerse de espaldas. Por fin se tranquilizó todo. Me asomé y vi que estaba adentro de un colectivo. Me acordé del día de la excusión a Plaza de Mayo, siempre tuve muy buena memoria. Entonces, igual que aquella vez, me acomodé en la pata de un asiento e hice de cuenta que estaba en el mar. En la clase de historia de cuarto grado la maestra había enseñado lo de las carabelas. Esto era parecido, porque había muchos mástiles y el lugar se balanceaba.

Hice muchos viajes; al principio, me escondía cuando empezaba a subir la gente y recién salía cuando quedaban pocas personas. En un colectivo hay muchos rincones y enseguida los conocí a todos. Pero como nunca fui miedosa, después de un tiempo empecé a asomarme en mitad del recorrido. Me gustaba quedarme en el borde de las ventanillas, y mirar lo que había del otro lado; sobre todo, las luces tan brillantes. Como esta noche. Pero justo vos elegiste sentarte del lado de la ventanilla y me descubriste. Aunque al principio pusiste cara de asco, como decía mi mamá que hacen todos ustedes cuando nos ven, y te corriste al asiento de al lado, ahora no dejás de estar atenta a lo que yo hago. Y te llevás la mano al zapato. Me gustaría llorar o gritar. Pero sólo puedo mover las antenas. 

domingo, 12 de abril de 2009

Algunos ritos

Una vez estuve en Sevilla durante Semana Santa. Llegué desde Madrid, en micro, muy tarde, y pasé la noche en un hostal que quedaba enfrente de la estación. Tirada en la cama, si estiraba los brazos, llegaba a tocar las paredes del cuarto. Pero como yo nunca fui claustrofóbica, hice de cuenta que estaba en un ataúd y me dormí. Un ratito. Porque enseguida me desperté rascándome. Las sábanas estaban llenas de redondelitos negros. Y debían ser bichos, porque se movían. El señor que estaba en la recepción se rió cuando le pedí que me cambiara de féretro. Me dijo que no había otro disponible y siguió mirando la tele y blanco y negra. Me quedé al lado de él hasta que se hizo de día. Me convidó con vino áspero, que tomaba en un jarrito de metal.

A la mañana me fui a la casa de la hermana de una amiga. Yo no la conocía pero le llevaba una carta de la Gallega, que en realidad había nacido en Tenerife. Nos caímos bien. A la tarde fuimos a ver las procesiones. Había mucha gente en las calles, alrededor de las iglesias. Parecía una parade; pero en vez de bailar, todos caminaban mientras rezaban o cantaban. Había hombres como Cristo, con coronas de espinas y todo, que arrastraban cruces. Muchos les sacaban fotos. Las mujeres usaban mantillas de encaje negro y parecían muy serias. Después de un rato de aquello nos fuimos a tomar algo. De copas, como me enseñó a decir la hermana de la Gallega. Fueron muchas y en muchos bares. En algún momento, ella me propuso ir a visitar al marido al trabajo, así lo conocía. Terminamos en una estación de policía. Así me enteré que él era cana. Simpático, pero cana. Capaz que yo hice algún comentario sobre eso o algo por el estilo, porque me acuerdo que fuimos los tres a tomar algo y que hablamos mucho sobre dictaduras, guerras civiles y democracias. Volvimos al cuartel y la hermana de la Gallega y yo jugamos un buen rato con las gorras y las cachiporras de los canas. Después, las dos nos fuimos al barrio de Triana, que estaba lleno de callecitas enredadas y de bares escondidos. O eso me pareció. Terminé asomada a un local casi a oscuras. En el medio de una ronda de gente había un señor de pelo largo y enrulado. Parecía que cantaba algún dolor rabioso. Con la hermana de la Gallega nos quedamos paraditas en la puerta. Yo no podía dejar de escuchar.

Alguien nos vio, se acercó a nosotras y nos hizo salir. Cuando estábamos en la calle, nos trató de payas y de irrespetuosas. Recién al otro día entendí lo que había pasado; me lo explicó la hermana de la Gallega, mientras desayunábamos: aquello no era un bar, sino el patio de una casa. Y el que cantaba era Camarón de la Isla.

martes, 7 de abril de 2009

Eran quince

“Una luz en el cielo. Pálida, helada. Sólo eso. Sólo eso fue el inicio de la llegada de los quince platos voladores que nos rodearon mientras el fogón se apagaba sobre la tierra del cerro Uritorco”.

   -No te creo.

   -Recién empiezo…

   -Por eso. Ya arrancás mal-dijo. Y apagó el cigarrillo en un resto de puré que quedaba en el plato-. Dejemos de lado que nunca estuviste en el cerro Uritorco, aunque no es un detalle menor. ¿Por qué, de entrada, mencionás que son quince?

   -Porque no eran dos ni tres, eran quince- contestó ella con tono desafiante.

   El se levantó, fue hasta la cocina y volvió con una caja. La abrió y dejó caer al piso todos los fósforos.

   -¿Cuántos son? A ver, sin ponerte a contar, decíme cuántos son.

   Pero ella no levantó la vista de las hojas que sostenía. Las apretaba con tanta fuerza que se le habían puesto blancas las puntas de los dedos. Tenía manos chicas y carnosas, ese era el único rasgo infantil que conservaba a sus 38 años. Se había enamorado de él en el segundo año de la universidad. Nunca supo cómo había logrado que aquel catedrático se fijara en ella. “Tuviste suerte”, le había dicho la madre el día que se casaron. Dos meses antes, ella había dejado la carrera. Se dedicó a organizar la agenda de conferencias y cursos que él daba. Desde la publicación del segundo libro, cada vez eran más.

   El se agachó a recoger los fósforos. Aunque era robusto, conservaba la agilidad de quienes  practicaron rugby en su juventud. Cuando volvió a sentarse, tenía una expresión que ella conocía bien: esa mezcla de tolerancia y severidad que impostaba en sus clases.

   -Es mejor que el protagonista descubra que esa luz pálida son ovnis y que después se horrorice más al contarlos. No puede pasar eso en la misma secuencia.

   -Ella.

   -¿Qué?

   -Es ella. La protagonista es una mujer.

   -¿Y el hombre dónde estaba?

   -En la carpa, durmiendo.

   -¿Y ella, afuera?

   -Sí.

   -Pero mirá qué valiente la señora… Quedarse sola en medio del Uritorco, al lado de un fogón que se apaga… ¿Y cómo sigue?

   -No sigue- dijo. Dejó los papeles y fue hasta la cocina.

   El levantó los platos de la mesa y la siguió. Ella estaba parada, con las manos apoyadas sobre la mesada y la cabeza hundida en los hombros. La abrazó por la espalda.

   -Perdoname. No me di cuenta.

   -No importa.

   -Me tomaste por sorpresa. No sabía que habías vuelto a escribir.

   -Esto no es escribir. Es una porquería.

   El le corrió el pelo de la cara, empezó a besarle la frente hasta llegar a la nariz. La llamó “mi Pinocha” y la abrazó más fuerte. Después, preparó café. Volvieron al living y, aunque insistió, ella no quiso seguir leyendo. Se quedaron abrazados en el sillón. Como se les había acabado el cognac, después del café tomaron whisky.

   -¿Cómo se te ocurrió lo de los ovnis?

   -No sé. Fue una tontería. Olvidátelo. Esta tarde confirmé lo del coloquio en Navarra. Es en dos semanas.

   -¿Y si vamos juntos? Podríamos tomarnos una semana de vacaciones allá y quedarnos para San Fermín.

   -Pero si lo único que decís es que ya estás aburrido de viajar… Además, sos fóbico a las multitudes. Por eso nos mudamos a barrios cada vez más alejados.

   -Creo que es hora de pensar seriamente en Atacama-. El se rió de su propio chiste-. Ahí sí, hasta yo me pondría a escribir sobre platos voladores- Y volvió a reírse.  

   Ella ni siquiera sonrió ante estos comentarios. Parecía cansada. El, en cambio, estaba cada vez más animado. Le propuso un juego: que ella le contara el final del relato y él adivinaría lo que había pasado antes.

   -Sin trampas, Pinocha. Acordate que sobre la mesa están los papeles con la versión original.

   -También podríamos hacerlo con cualquiera de tus libros.

   -Sí, pero vos ya los leíste. No tendría gracia.

   La verdad era que ella no había terminado de leer nada de lo que él había publicado en los últimos años. No avanzaba más de las primeras diez o quince páginas. Se acordó de la primera vez que él la mencionó en una dedicatoria. “A mi luz”, había escrito. Llevó el libro en la cartera durante un mes; una vez por día, lo leía y lloraba.

   -¿No es un poco tarde para las adivinanzas?

   -Es un juego…

   -No. Si lo pensás bien, no es un juego.

   -¿Qué es lo que tendría que pensar? A veces no te entiendo. A lo mejor no tendría que haberte hecho esas observaciones sobre el cuento. Pero vos quisiste leérmelo.

   -Quería que lo escuchés.

   -¿Por qué?

   -Para variar, supongo.

   -Ahora sos vos la que juega a las adivinanzas.

   -No, acá no hay ningún misterio.

   -¿Y cómo termina todo?

   -Los platos voladores se fueron. Y el mundo nunca volvió a ser el mismo.

   El asintió y durante un rato se entretuvo tomando whisky con un dedo. Lo mojaba y lo lamía. Ella aprovechó para llevar las tazas a la cocina y lavarlas. Cuando volvió, él había dejado de jugar con la bebida y miraba fijamente el vaso.

   -¿El marido se fue en uno de los platos voladores?

   -No.

   -Entonces, la protagonista sos vos. Por eso volviste a escribir. No debe haber sido fácil.

   Ella no contestó.

   -Hay un salto raro en la narración. Empieza ella, termina él…

   -¿Viste que era una porquería?

   -Al final, resultó que sí. ¿Vas a dejarme, no?- Miraba hacia la ventana cuando se lo preguntó.   

     

    

domingo, 29 de marzo de 2009

Lost

Lo traje de algún viaje, quién sabe por qué. A lo mejor, Héroes no era un gran libro, pero tenía buenas frases y, en aquel tiempo, todo lo que yo necesitaba era eso. Me acuerdo de algunos subrayados: “Los días tienen los bordes afilados como una lata de atún y el cielo cuelga de un gancho de carnicero./  Necesito un consejo tanto como necesito la sífilis./ Todos mentimos bien los viernes a la madrugada./ Pensó que aquello era como preguntarle a Kennedy qué tal le había ido por Dallas./ ¿Qué es lo más triste que podés recordar? Ir sentado solo en un autobús de noche. Dejar de sentirse maravilloso para sentirse normal. No beber. No tomar nada. Estar como al principio. La estupidez de los domingos. Que nada se parezca a lo que leíste./ No es que seas una mala buscadora de tesoros; simplemente, estás buscando en el lugar equivocado”.  El libro estaba contado por un chico con un hermano que se había cortado la oreja; también hablaba de David Bowie, de calamidades y de botas rojas. Como yo también tenía algunos daños dando vueltas por ahí y unas texanas rojas, todo eso me gustó.   

Una madrugada, un chico con el que salía me pidió que le leyera algunas frases del libro. Estábamos en la cama, pero ninguno tenía sueño. Cuando terminé, dijo que Héroes le parecía tonto y que, en realidad, yo me había calentado con la foto de Rey Loriga que había en la tapa. Alejo –así se llamaba- pronunciaba mal la erre. Me hacía reír cuando decía “estoy guebogacho”. No era bueno, pero podía ser gracioso y por eso empezamos a salir. Aquella noche dijo: “Te enamogaste de ese fogo”. Parecía enojado y todo. Pero no hablamos de eso, y en algún momento nos dormimos.

Al mes, o un poco más, Alejo me llamó a la oficina para contarme que la noche anterior había conocido a Loriga. La secuencia fue más o menos así: había pasado por mi casa y, como yo no estaba, fue a un bar de la vuelta para ver si me encontraba ahí. Se puso a charlar con uno, que resultó ser escritor, además de español. Alejo aprovechó para contarle que su chica estaba enamorada de un idiota que era colega de él. También habló de lo malo que era Héroes. Por supuesto, el español en cuestión era Loriga, que parece que se divirtió mucho con el asunto. Como en esa época no existía celular, decidieron contarme todo en persona. Fueron a mi casa y se quedaron en la puerta, esperándome. Habían llevado cervezas. No sé cuánto estuvieron ahí, Alejo dijo que horas (“hogas”). Terminaron en un departamento en San Telmo. Loriga se fue a la madrugada, porque perdía el avión a no sé dónde.

Con Alejo dejamos de vernos, aunque no por lo de Loriga, y un día descubrí que Héroes había desaparecido de mi casa. Me compré otro y volví a marcarlo. Porque algunas pérdidas se resuelven con una simple reposición. O eso creía. Mucho tiempo después volvimos a encontrarnos con Alejo. Me contó que él había robado el libro. Leyó párrafos a una novia que tenía y ella le dijo que nunca había escuchado algo más tonto. Entonces, él la dejó. “Difeguencias igueconciliables”, me dijo. Yo dije que lo entendía. Pero no quiso devolverme el libro.

Esta mañana descubrí que me falta el segundo Héroes.  

 

viernes, 27 de marzo de 2009

domingo, 22 de marzo de 2009

Birthday

Me gustaría regalarte:

-Muchas risas que no sean para no llorar. Porque ya aprendimos a disimular espantos.

-La revancha entera por cada una de tus broncas.

-Un mar diferente para cada día. Porque necesitás olas bravas y, a veces, sólo mirar o dejarte llevar.

-Todas esas certezas que da la ilusión. Que no te falte ni una.

-Un trébol de cuatro hojas. Porque siempre es necesario creer en lo inverosímil.

-Vagones de confianza.

-Un cheque al portador de admiración (la mía).

-El dibujito de un corazón que siempre va a quererte. El de verdad ya te lo ganaste.


En cambio, te doy un Ange ou Démon, edición limitada.

 

 

lunes, 16 de marzo de 2009

Ni perro, ni ladrido, ni hueso

Fue un día cualquiera. Algunos dicen que un miércoles y otros insisten en lo del sábado al amanecer. Pero todos coinciden en el lugar: la placita de la estación. Ahí se encontraron los cuerpos. Como las cuentas de un collar roto. Algunos debajo de los tilos, otros en los asientos de los subeybaja, y hasta en los canteros. Tenían una postura natural, casi plácida. Algunos, incluso, parecían estar jugando al muerto. Pero estaban decapitados.  Eran muchos; tantos, que eran todos. No quedó ni uno solo vivo en el pueblo.

 Fue el panadero, don Roberto,  el primero que los vio. El local, que era la parte de adelante de su casa, estaba en diagonal a la plaza. A las cinco y cuarto de la mañana salió a fumar a la vereda, como lo hacía siempre, porque que su mujer era alérgica al tabaco. O eso decía. Don Roberto, entonces, decidió que la vereda no formaba parte de la casa. Por las noches, después de comer, colocaba la mesita de luz y una silla frente a la puerta y se instalaba ahí con su atado de Imparciales. En verano, algunos vecinos arrimaban sus sillas y no faltaba un partido de truco. Cuando pasó lo de los animales era invierno. Terminó de fumar, aplastó la colilla en el cordón y  estaba por entrar de vuelta a la casa cuando se dio cuenta. Había muchos bultos en la plaza. Se acercó y tardó en entender lo que veía. Lo primero que sintió fue asco, después vino el miedo.

Como recién a las ocho pasaba el primer tren de la mañana, le costó bastante despertar a Joaquín, el guardabarrera. Sobre todo, sin la ayuda de Pelufo, que siempre iba hasta el catre y le mordisqueaba el brazo cuando alguien se acercaba al alambrado que separaba la casa del final del andén. Además de borracho, Joaquín era un poco sordo. Don Roberto no supo cómo explicarle, así que le gritó que había pasado algo raro en la plaza y a fuerza de “vení, vení”, consiguió arrastrarlo. No contaba con que, a pesar de la oscuridad, Joaquín pudo reconocer el cuerpo sarnoso de Pelufo. “Hijo de puta”, dijo. Las pantuflas grises se le mancharon de sangre. “Hijo de puta”, repitió. Parecía que iba a agacharse pero enseguida se enderezó y empezó a recorrer la plaza. Dos Roberto lo siguió. Después de mirar al último decidieron ir a buscar al comisario Torres. En el camino, Joaquín se detuvo para vomitar.

   No hubo corridas en el jardincito de adelante cuando los dos hombres se acercaron a la verja. La mujer espió desde la ventana del living pero fue Torres el que abrió la puerta. Los hizo pasar. Adentro estaba calentito. Hablaron de pie. La mujer escuchó todo y se largó a llorar. Torres no le hizo caso. Fue hasta el cuarto y se colocó una campera sobre el pijama, que en realidad era un jogging viejo. Antes de irse le ordenó a la mujer que dejara de llorar, porque iba a despertar a los chicos. Ya había amanecido cuando llegaron a la placita. El rojo avanzaba sobre el verde y todo aquello parecía los restos de un feroz partido de ajedrez. “Hijo de puta”, dijo el comisario. Los otros dos asintieron.

   -Lo hizo él.

   -Sí.

   -Hace un mes que se fue.

   -Pero dijo que iba a vengarse.

   -¿Qué culpa tienen los animales?

   -El de él sí que era jodido. No íbamos a dejar que siguiera mordiéndonos.

   -Tenía la rabia.

   -O algo peor.

   -No están las cabezas.

   -Andá a saber…

   -¿Qué hacemos, Torres? Va a venir el tren.

   -Herodes.

   -¿Qué?

   -Herodes se llamaba el bicho del hijo de puta. Roberto, traé canastos y bolsas de basura grandes. Vos, Joaquín, una manguera. Yo voy a avisarle al cura. Hay que apurarse.

   Se pusieron de acuerdo. Y cada vez que alguien sacaba el tema del misterio de los animales, siempre había uno dispuesto a explicar lo de las emanaciones del río contaminado. “El sulfuro los espantó”, sentenciaba. Muchos se lo creyeron.

 

domingo, 8 de marzo de 2009

El otro Gallo

Era una mala racha. De ésas con muchos accidentes, enfermedades y malos desenlaces. Cada uno hizo lo que pudo. Yo anoté el nombre de un brujo, las instrucciones para llegar a Morón y un sábado a las nueve de la mañana tomé el 166 en Juan B. Justo y Paraguay. Después, en provincia, me subí a otro colectivo más. El brujo atendía en el último local de una galería comercial tan oscura como olvidable. No me espanté demasiado; me parece que, a veces, las intenciones diseñan sus propias geografías.

El negocio, en realidad, era una santería. Una señora de polera y rodete estaba sentada al lado de una caja registradora; delante de ella, en un cuaderno con espiral, estaba anotada la lista de los que habíamos sacado turno. Ella tachaba los nombres y el horario a medida que íbamos llegando; no lo hacía una simple línea, sino que dibujaba una equis por encima. No me gustó el énfasis, pero no le dije nada porque qué sé yo cómo se protesta algo así.  Ahí adentro hacía más frío que en la calle. Sólo había una silla y estaba ocupada por una nena muy gorda, así que me quedé parada al lado de una vitrina llena de imágenes religiosas. Al lado de las estatuitas y almanaques de San Jorge, la Desatanudos y San Expedito, también había velas de todos colores, una cunita hecha en piolín y un gallo disecado. La verdad es que  la macumba no estaba en mis planes; volví a la caja y le pregunté a la polerona si faltaba mucho para que me atienda el pai. Por un momento, tuve ganas de que me contestara “un ratito, nomás”, así podía abandonar todo eso y volver a mi departamento bien calefaccionado. Pero ella me miró con una expresión muy parecida a la que ponen las tortugas frente a una hoja de lechuga, y me contestó que Sergio no era pai. Dijo Sergio o a lo mejor, Claudio. No me acuerdo. En ese momento, se abrió una puerta que estaba detrás de la polerona y por ahí salió una versión más obesa de la nena. La señora lloraba. No tuve mucho tiempo para conmoverme, porque la polerona hizo un gesto con la cabeza, señalando el otro cuarto. Pasé.

Adentro estaba Sergio o Claudio. Tenía jeans, un buzo polar verde  y un rosario de plástico blanco colgado del cuello. Debía ser más o menos de mi edad y aunque a lo mejor en ese momento no lo pensé, ahora sí me pregunto cómo uno llega a convertirse en alguien así. Porque la cara me era familiar. No había cuadros ni imágenes en las paredes, sólo dos sillas. Me habían dicho que era una persona amable; en realidad, lo describieron como “muy dulce”, pero parece que yo lo había agarrado en un día medio alimonado, porque no sonrió ni nada parecido. Me miró fijo y tendió la mano. Capaz que había que estrechársela, pero me pareció más prudente entregarle las fotos que había llevado. Casi ni les prestó atención; les pasó la mano, las puso a un costado y empezó a hablar de mí. Dijo cosas más bien amenazantes, como la necesidad de una protección especial, y además mencionó a una traición acechando, a San Jorge y a Yemanjá. Yo asentía de vez en cuando, como para no parecer demasiado escéptica, pero lo único que realmente me preocupaba era descubrir de dónde lo conocía. Porque yo había escuchado antes esa voz. Pero ni siquiera hoy lo sé. No me aceptó la plata. Cuando me estaba yendo, preguntó:

-¿Seguís viviendo en la calle Gallo?
Hacía dos años que me había mudado de ahí, pero le dije que no sabía de qué me hablaba. De pronto, no quise saberlo.

 

 

martes, 24 de febrero de 2009

El Cara de Hormiga

Mi vecino es uno de esos hombres que se calzan el pantalón más cerca de las axilas que de la cintura. Yo le veo cara de hormiga, pero a lo mejor son ideas mías. No lo visita nadie. Trabaja como seguridad y tiene unos horarios rarísimos. Un sábado al mediodía le toqué el timbre, porque no podía abrir el azucarero. Escuché ruidos adentro del departamento y hasta vi su ojo detrás de la mirilla. A pesar de que le expliqué la situación, nunca abrió la puerta ni se disculpó por no hacerlo. Zully se rió cuando se lo conté pero coincidió en que era un hombre muy raro. Además de ser la encargada de casa, Zully es podóloga y cada dos domingos subo a su casa a que me haga los pies. Fue una de esas veces cuando le conté lo del Cara de Hormiga. Es muy incómodo quedarte en silencio mientras te toquetean los quesos; algo hay que decir, y entonces yo hablo de lo que las dos conocemos.

Después de lo del azucarero no dejé de saludarlo cuando nos cruzábamos en el pasillo o frente al ascensor, pero nunca más volví a pensar en qué vida de porquería que tenía. En realidad, lo hice, sí, pero sin demasiada consideración. Es que a veces se me daba por suponer qué lejos estoy yo de convertirme en una cara de hormiga. Pero ahora ya no. O no tanto. Porque todas las mañanas yo saludo con un beso a Zully, con los del quiosco de Uriarte nos prestamos monedas y Mary, que maneja el carrito de la merienda en el trabajo, a las tardes se sienta un rato en mi oficina a charlar y a mirar por la ventana. Ya sé que estas cosas no son jolgorios ni hazañas, pero yo las necesito. Y aunque no entienda qué relación tienen con mi futuro, capaz que sí la tienen.  

En diciembre pasado cortaron la luz en casi todo el barrio. En mi edificio, además, nos quedamos sin agua. Esto duró varios días y creó una especie de solidaridad: todos nos quejábamos con todos. El Cara de Hormiga lo hizo conmigo, cuando nos encontramos en el supermercado. Me contó que hacía meses que vivía casi sin agua; cuando le arreglaban la instalación de la cocina, se cortaba la del baño. También me dijo que eso lo tenía muy mal. Estuve a punto de mencionarle lo del azucarero y también, de sentirme alegre. No pude. Soy media indolente para algunos rencores.

Hace unos días, cuando volví del trabajo, me encontré a Zully en el palier, bastante alterada; la rodeaban algunos vecinos y entre ellos estaba el Cara de Hormiga. Me contaron que habían forzado algunas puertas, para robar. Alguien mencionó el departamento 24 y Zully se ocupó de aclararme: “es el de éste, el del frasco”, y lo señaló. El Cara de Hormiga levantó la cabeza y me sonrió. Parecía feliz.

 

 

 

 

domingo, 22 de febrero de 2009

A propósito de Osín

Recibo este mensaje en el Facebook:

Hola No nos conocemos, pero tengo una curiosidad y es si sos vos quien había participado hace unos años en EL MUSEO DEL AMOR que se hizo en Espacio Ecléctico.Agradeceria tu atencion a este mensaje.saludos cordiales
Contesto:

Hoy a las 16:16
Hola! Sí, soy yo. Vos también participaste?Beso

La respuesta:
Hoy a las 16:37
Denunciar mensaje
No no, yo no participe, pero si una pareja amiga. Te parecera medio raro este contacto que hice contigo, pero trartare de ser breve en el relato. Cuando recibi el folleto de la muestra que me trajeron mis amigos, ahi vi una foto de un osito y por dios que casi me caigo, es el mismo que tengo yo desde mediados de los 70´s. Me lo habia traido mi madrina de un viaje que habia hecho si mal no recuerdo. Es el mismo! Nunca tuvo nombre y es el unico juguete con el que me he quedado, tengo 37 años en este momento. Estoy hace unos dias escribiendo junto a una amiga una historia, la cual es comenzada por una y seguida por la otra y asi hasta que termine en algun momento y realmente es entretenido. En una de las partes aparece mi osito como personaje y ahi recorde lo de la foto que habia visto y entonces hoy dia comence a buscar algo sobre el MUSEO y encontre tu escrito, el cual fue genial!! Me gustaria saber si no te es molestia saber como ha llegado el a tus manos, simplemente por curiosidad que trae las casualidades de la vida. Por otro lado me llamo la atencion, que tenes el mismo apellido de casada de mi profe de secundaria de literatura, quien me ha hecho amar los libros y la escritura. Se que ella se separo luego de su marido y si mal no recuerdo, el fallecio hace un par de años...te agradezco tu atencion, y si: los ositos sonrientes son siniestros jajasaludos cordiales

Contesto:
Hoy a las 20:05
Uy, no me acuerdo de dónde me lo trajeron. Acabo de llamar y preguntar a mi hermana (ella es mucho más memoriosa que yo) y tampoco. Creo que fue mi madrina, que era mi tía Gorda. Yo lo llamé Osín. Lo que aparecía al lado de mi foto y la de Osín en el museo no era un escrito mío, sino la transcripción de una charla con Edu Carrera (el fotógrafo y gestor del museo). No me acuerdo mucho de lo que dije (ahora voy a googlearlo, me dio curiosidad) pero sí tengo la sensación de que fue algo medio descarnado. Quién fue tu profesor? Buenísimo lo del relato. Espero leerlo algún día.Un beso.
Todo esto, a propósito de él.

domingo, 8 de febrero de 2009

Fragmentos de nosotros

En algún año, Víctor Juan G. fue presidente del Consejo Nacional de Educación. Un día apareció por su despacho Alfredo Palacios, para pedirle que nombre como bibliotecaria a una conocida suya.
-Por supuesto. Dígale que venga a verme de su parte. Y que no se olvide de traer el título.
-No hay título, G. Me extraña.
-A mí me extraña más que a usted. Porque a mis queridas siempre las mantuve yo.
La charla terminó con Víctor Juan G. retando a duelo a Palacios. Esa fue la primera vez que se enfrentaron. Después, hubo otras.
Víctor Juan G. era primer diputado nacional por el radicalismo y presidente de la Comisión de Presupuesto y Hacienda cuando se suicidó. Estaba siendo investigado por la venta de los terrenos fiscales de El Palomar, donde hubo sobornos. Uno de ellos, librado a nombre de Víctor Juan G., había sido cobrado por una tal Ana Gómez. En ese entonces, Palacios era el Secretario de la Comisión Investigadora Parlamentaria.
Ana Gómez, en realidad, era hija de Ferrarotti, otro diputado radical que había dado refugio en su casa a Víctor Juan G. cuando escapaba de la represión de Uriburu. Así fue como ella lo conoció y se convirtió en amante de él, que era 30 años mayor y estaba casado. Dicen que tuvieron dos hijos. Parece que fue Ana quien se quedó con los $6000 en títulos. Era una suma muy tonta para un hombre que tenía un Rolls Royce que nunca usaba y que había contratado al conde de Chikoff como mayordomo. A Gregorio Godoy, de Presupuesto y Hacienda, le habían tocado $300.000. Según contó Ricardo Balbín años más tarde, parece que Víctor Juan G. era presidenciable y no se llevaba muy bien ni con los conservadores ni con los socialistas. Y ni hablar de los militares. Era una tentación fácil sacarlo del medio.
Víctor Juan G. se pegó un tiro el 23 de agosto de 1940, en su escritorio de la calle Cangallo. En la primera página de una Biblia había escrito “Perdón”. La palabra quedó salpicada con sangre. También había subrayado la frase de Homero con la que había finalizado Paralelo 55, el libro donde contaba sus días como preso político en la cárcel de Ushuaia: “Feliz quien, como Ulises, ha hecho un bello viaje”.
Víctor Juan G. era mi abuelo paterno.
Después de su muerte, su hijo mayor, Carlos Federico, se fue por dos años a Europa. Lo decidió cuando en el Jockey Club de Buenos Aires le dijeron que, por un tiempo, era preferible que los G. no se dejaran ver por ahí. O a lo mejor quiso tomar distancia de la última charla con su papá. Una semana antes de suicidarse, durante un almuerzo, Víctor Juan le había comentado que un conocido suyo había intentado matarse de un tiro y que había fallado. Carlos Federico, que era un estudiante de Medicina con 10 de promedio, no pudo evitarlo: explicó la manera infalible de hacerlo.
María Lucrecia, la hija del medio, se dedicó durante más de dos décadas a rechazar candidatos. Uno por uno, enamoró a casi todos los de la Guía Azul. Finalmente, a los 40 y pico se casó con un Quesada Casares, un viudo que le llevaba casi 30 años. Los hijos de él hicieron una división de patrimonio y le entregaron su parte de los bienes. Con ese dinero vivieron algunos años en Europa; cuando se acabó, volvieron a Buenos Aires y se instalaron en el Claridge. A veces llevaba a sus sobrinos a tomar ahí el té.
Horacio, el hijo menor, era mi papá. Tenía 17 años cuando murió mi abuelo. Los amigos de Víctor Juan lo incorporaron a sus salidas y parece que ahí empezó a tomar mucho. Era muy enamoradizo, tuvo tantas novias como amores. Sé que mamá no fue la última, aunque se casó con ella. Cuando lo internaron tenía 44; le dijo a Carlos Federico: “Si salgo de ésta, sólo voy a tomar agua”. Pero no salió. Mamá contrató los servicios de Perissé Laffue, se puso un vestido Ricci y, cuando el sepelio estaba por terminar, le avisó a Carlos Federico: “Háganse cargo de todo esto, porque yo ya no tengo un peso”.
Mi prima, que me contó estas cosas, dice que todos los G. somos unos románticos envueltos en frases ácidas. Habrá que ver.

domingo, 1 de febrero de 2009

Previsible

Entonces, hablamos de Carlos Gardel (no podés entener cómo no entiendo). De lo que pasa por mirar series en vez de películas (y eso que te cuento que el agobio Mad Men es igual al de la historia de Julianne Moore en Las Horas). De que está claro que no se trata de afinidad intelectual (alguien tenía que decirlo, por más que me mirés así). De mis cosquillas en los hombros y de tu ombligo parecido al mío (tenés razón: saben saludarse). De que se escuchan arañazos en la puerta (¿viste que educadas son?). De nombres de gatos (Cata y Fisu te resultan poco épicos. Debería tener un Orlando). De que tengo sed (y vos también). De mis mudanzas y de tu arraigo (y te juro que lo busco, aunque no me creas). De las terrazas de todas mis casas y de lo que hicimos en cada una (no, no pienso contarte que esa no fue la única vez). De ganas y de fantasías (¿será normal reírse así?). De bocas con gusto a beso, a lamida o a mordiscón (la tuya sólo tiene dos). De que no es olor a vainilla (qué porfiado sos). De que le contaste a un amigo (puede ser que parezca un poco raro, pero no). De la vez que te dije que quería estar siempre así con vos (claro que me acuerdo: una zarpada). De deseos halcones (y el mío tan ardilla). De que es tarde (sí que te dormiste un rato). De que tenés que irte (nos despedimos con un chau).
Y andá a saber cuánto mentimos.

domingo, 25 de enero de 2009

Que parezca un accidente

Algo pasa cuando, en ojotas, pateás sin querer un adoquín y al ver tu meñique cubierto de una sangre que dan ganas de lamerla, pensás: “Uy, que no se me haya estropeado el esmalte de la uña”.
Alguna vez hablé de esto en terapia: parece que yo evado.
Late y duele como la hostia. Listo. Ya lo dije.

miércoles, 21 de enero de 2009

Coordenadas

En el parque Masai Mara, en Africa, hay un hotel rodeado por un foso que lo separa de la selva. Por las noches, te tirás en una reposera, ahí en el borde, y mirás las sombras que se mueven unos metros más allá. También escuchás los rugidos y pisadas. En ese momento pensás bien de qué lado está lo salvaje. Justo antes de que te dé un poco de miedo.
En Arembepe, todos los mediodías un pescador cocina langosta en el patio de su casa, que en realidad, es un pedacito de playa. La comés con la mano, junto a él y a su familia. Ellos te cuentan de una chica rara que anduvo una vez por ahí, usaba anteojitos y hablaba, poco, en inglés. Dicen que era Janis Joplin. Los nenes te piden que hables español y ríen con risas desdentadas cuando te escuchan.
En Marsella, si te roban el pasaporte y la plata (y no tenés conocidos ahí y el cónsul está de vacaciones), podés ir a pasar la noche en un hall que está a la entrada de la estación de trenes. Al rato vas a estar rodeada de uno, tres y seis clochards. No te conviene rechazar la botella que va pasando de mano a labios, sucios pero firmes. La bebida va a desflecarte la garganta, y puede que también la panza, pero vas a sentirte acompañado.
En el barrio antiguo de San Sebastián hay una casa que, de noche, funciona como bar privado. Sólo sirven té. Tienen cientos de variedades. A los yonquis el que más les gusta es el de rosa mosqueta. La dueña no entiende por qué, pero igual se los da gratis.
En Sintra hay un castillo que funciona como hotel. En la concerjería te lo avisan: a la medianoche podés sentir una corriente fría en tu cuarto. No vale la pena que subas la calefacción. En un rato, la marquesa se irá a otra habitación.
En Buenos Aires estoy yo.

lunes, 19 de enero de 2009

Tentación

Voy a casa de Flor y Rafa a dar de comer a sus gatos y a regar. Sobre la mesa de la cocina está la segunda temporada de Boston Legal. Ellos saben: puedo olvidarme de ir a cuidarles los animales y las plantas pero no de pasar a buscar la serie.
El departamento está oscuro y tiene olor a lugar sin gente. A nada en particular. Me acuerdo del cuento de Carver, el del matrimonio que quedaba a cargo del gato y las plantas de los vecinos, pero ese tipo de curioseo no me tienta. Como las persianas del living están bajas, tampoco puedo mirar a los vecinos. Cambio el agua y las piedritas a los gatos y subo a la terraza.
Sigo las instrucciones que me dieron: coloco en la canilla la manguera más larga y empiezo a regar la tanda de macetas que tengo más a mano. Son como treinta. Hay muchas lavandas y la verdad es que no sé muy bien cuánto agua hay que echarles. Me parece que son de clima frío pero no entiendo qué relación hay entre la temperatura y la humedad. Como parecen secas, las empapo. Con los cactus intento ser un poco más moderada. De pronto, me siento igual que cuando era chica y regaba el jardín de mi tía Gorda, en Florida. Me descalzo y empiezo a jugar con el chorro al arco iris y al tiro más lejos. Hago piruetas. Cuando quiero acordarme, termino de regar todas las plantas de Flor y también la de sus vecinos. La terraza también está inundada. Algo muy parecido a la felicidad me empapa más que las piernas.
Bajo y le mando un mensaje a Flor: “Me acordé. Regué toda la terraza. Pero toda”.
Mañana vuelvo.

domingo, 4 de enero de 2009

Men of my life

En la calle México, las siestas de los sábados eran muy alborotadas. Después del almuerzo, la primera que arrancaba era Mónica, la mayor de las hermanas Mamone, que vivían en el piso de arriba de casa. Ponía a los Beatles a todo lo que daba y se encerraba en el baño, de donde no salía por el resto de la tarde. Ahí se depilaba, se hacía la toca vuelta y vuelta, y charlaba a los gritos con su mamá o con su hermana. Todo con la puerta cerrada. De vez en cuando, al escuchar algún tema en particular, gritaba como si Lennon hubiera aterrizado en su patio.
Como en las llamadas de tambores, al rato se sumaba la música de los Caputo, que vivían en diagonal a nuestro edificio. Eran tres hermanos, que en aquella época tendrían entre 17 y 21 años. Casi siempre arrancaban con los Stones y después seguían con Hendrix y Led Zeppelin. Mónica Mamone subía el volumen de su combinado, pero el de ellos siempre se imponía. A mí me encantaba la música de los Caputo y me hubiera gustado tenerlos de hermanos mayores. Cuando nos cruzábamos en la calle, me saludaban o me guiñaban el ojo y esto ponía muy nerviosa a mi mamá. Es que, además de lo de la música y las drogas, se vestían muy raro: usaban chupines y hasta capas. Estas eran cosas que en Almagro inquietaban mucho.
Un mediodía, cuando volví del colegio, todas las vecinas estaban en las puertas de las casas. Lidya, la madre de las Mamone, hablaba con Palmira, la juguetera de enfrente de casa. Esto me llamó la atención porque estaban peleadas, desde que Lidya la había tratado de carera. Las dos tenían los ojos enrojecidos. Después me contaron que los padres de los Caputo habían sido arrollados por un tren. Iban en el auto con Rodolfo, el dueño de la fiambrería de Quintino Bocayuva, quien también había muerto. En el diario de la tarde salió la foto de un bollito a un costado de las vías: era el Citroën. Ese sábado, Mónica puso la música bajita.
Los Caputo vivían en una casa de dos plantas con muchas ventanas y, durante un par de semanas, todas estuvieron cerradas. Salían muy poco de la casa. Alguien contó que se había encontrado en Boedo con el mayor y que, como respuesta al pésame, recibió una carcajada. Yo me crucé una tarde con el del medio, que iba todo vestido de negro, y le sonreí. El se acercó y me abrazó. Nunca se lo dije a nadie.
Un sábado, la música volvió a sonar fuerte en lo de los Caputo. Abrieron todas las ventanas y dos de ellos se sentaron a comer pizza y a fumar en la baranda de un balcón. Por la noche, se veían las lamparitas de colores que habían instalado en todos los cuartos: algunos se veían completamente rojos. La casa se llenó de amigos y hubo fiesta hasta la mañana. Y fue así por mucho tiempo, incluso durante los días de semana. A veces se los veía a ellos tres solos, bailando entre tanto color. Nunca más cerraron las ventanas.
Nosotras nos mudamos a la pensión y, de ahí, a una casa en la calle Castro Barros. Una noche de verano me encontré en el quiosco con uno de los Caputo. Habían pasado seis años desde la última vez que nos habíamos visto pero igual nos reconocimos, aunque no supe cuál de los tres era. Estaba muy flaquito. Me contó del hermano muerto de sobredosis en España, de unos cuadros y de su enfermedad. También, que siempre había estado un poco enamorado de mi mamá. Nos reímos mucho cuando nos acordamos de los sábados. Le dije que casi siempre pensaba en ellos cuando escuchaba a Hendrix. Antes de irse, me pidió un beso. Dijo que era el de despedida. Y fue así.