domingo, 21 de junio de 2009

¿Y qué?

Juego mucho al solitario. Es muy parecido a vivir. Decido más con la intuición que con el razonamiento. Siempre muevo las cartas que tienen menos posibilidades. Cuando no gano, vuelvo a empezar. Hay algo muy tranquilizador en todo eso.

Detesto que me digan “cuidate”. Se me hace que la persona que se despide así es muy aprensiva. Y falta de imaginación. ¿Hay una guerra ahí afuera? Okay, un “te espero, con o sin heridas” no suena tan mal.

Anoche subrayé en la página 318 de un libro: “Da mucho frío ser libre”. Se me hace que es una de esas frases que sólo yo entiendo.

Desconfío de las personas que viven a dieta, para no engordar. Son como monjas y curas. Hay algo medio triste en esas privaciones, que también espanta.

Debería enamorarme más seguido.

En Canarias, un catalán me hizo jurar que nunca en mi vida me pincharía. Lo cumplí, sin demasiado mérito. Unos meses después nos encontramos en Barcelona. Me pidió plata para un chute. Se la dí.

Las cosas que hoy me preocupan tienen precio. Todas, menos dos.

Y más o menos es así: lloro por las películas de Pixar y también por bronca, me da vergüenza que me miren bailar, adoro los cascabeles y lo gitanil, me siento fea cuando estoy mal vestida, prendo la estufa si hay 15º grados, fumo mucho cuando escribo y me voy cuando me aburro.

martes, 16 de junio de 2009

R de recuerdo

Tuve un novio cocinero. Siempre llevaba un diccionario chiquito dentro de un bolsillo. Todas las noches, antes de dormir, memorizaba una palabra nueva. Cuando  lo conocí, iba por la C.

Trabajaba en el mismo lugar donde yo era camarera. Apenas nos miramos, nos caímos antipáticos. Nunca me gustaron los hombres altos. Pasó lo esperable: como siempre sacaba últimos mis pedidos, un mediodía entré en la cocina, desenganché las comandas, hice un bollo y se lo tiré en la cara. Muchas cayeron dentro de una olla donde estaba cocinando no sé qué, y otras, directamente sobre la hornalla. Vi volar a algunas, ya convertidas en fueguitos. Supongo que nos habremos insultado un poco. Nada grave, más bien una tontería. Casi al final del turno nos besamos y nunca más hubo barullos. 

Cuando empezamos a salir, descubrí lo del diccionario. Yo me acurrucaba contra él cada vez que lo leía, y miraba cómo fruncía las cejas. A veces, también repasaba palabras viejas. Sostenía el libro con una mano y acomodaba la otra sobre mi espalda. Nunca le pregunté por qué hacía aquello. Supuse que era algo relacionado con no haber terminado el secundario. La verdad es que no hablábamos mucho cuando estábamos solos.

Pero una tarde sí me contó que él fantaseaba con llegar a leer palabras a los hijos, en vez de cuentos, y que yo lo peleara por eso. Fue algo triste, porque nos estábamos despidiendo, dos días antes que yo me fuera a vivir a Brasil con mi ex marido. Comimos milanesas y me regaló un diccionario de portugués, chiquito como el suyo. 

domingo, 7 de junio de 2009

Yo no fui

En segundo grado era la peor alumna de mi clase. Tenía las notas más bajas hasta en los asuntos más absurdos que se clasificaban  en el boletín: en el de Aspecto Personal acumulé varios Desprolijo. Aunque escribía con Parker o Sheaffer, el resultado era el mismo que si lo hubiera hecho con una 303, como el resto de mis compañeras: mis lapiceras siempre lagrimeaban tinta. En el cuaderno, sobre mi guardapolvo y entre mis dedos. Las observaciones sobre mi apariencia mortificaban  mucho a mi mamá, que tenía un sentido del honor muy involucrado con el orden y la limpieza. Hubo palizas y castigos.  Pero mi relación con ella no era tan mala como la que tenía con la señorita María Marta. No sé como me las ingenié para pasar a tercer grado. Ese año me tocó una maestra que me tenía mucho cariño y estrené el boletín con algunos Sobresaliente. Además, empezamos a usar birome.

Una mañana, durante el recreo, crucé todo el patio hasta llegar adonde estaba la señorita María Marta. Le mostré mis manos y mi delantal limpios y le dije: “¿Vio? Yo no me mancho”. No esperé su comentario. Me di media vuelta y volví corriendo adonde estaban mis compañeras, para seguir jugando con ellas al quemado. 

No estoy muy segura de que las personas cambien. Pero creo que cualquiera es un  poco distinto cuando las circunstancias le dan un empujoncito. 

miércoles, 3 de junio de 2009

Lo que conviene

Pensás en muchas cosas mientras él sigue hablando. Lo que escuchás son retazos de frases, algo así como que antes éramos y ahora no. Eso es suficiente. Hay gente que se arregla con mucho menos para hacerse entender en Paris. De todas maneras, sentís que no es justo que te invite a una parrilla para decir que quiere separarse. Son cosas que se anuncian con un whisky o un café. No; en realidad, es algo que debería hablarse con un brandy, y siempre cuando termina el invierno. El otoño no es buena época para ser abandonada. Hay mucho frío por delante. Capaz que nunca más vas a poder comer morcilla, con lo que te gusta. Cada vez que lo hagas vas a acordarte de él colocando pimienta sobre la carne y el malestar. Qué necesidad. Después se queja de acidez. Y vos qué. Decile que no, que no entendés. Tenés todo el derecho de convertirte en un cliché. Mientras, pensás cómo algo tan blando como la morcilla puede raspar así. A lo mejor está envuelta en plástico, en vez de tripa. Deberías preocuparte un poco más por lo que entra en tu estómago. No alcanza con tomar Omega 3 y comer verduras crudas cinco veces por semana. Una noche te descuidás, te sirven plástico y terminás envenenada. Como esa canción que decía de qué sirvió cuidarte tanto de la tos. Preguntale si hay otra. Es lo que se hace. No, no tenés más hambre. Cómo podrías. Ahora vas a adelgazar y a cortarte el pelo. En la Lúdica: carré y flequillo al costado, la nuca al viento. No le creas, siempre hay otra. El otro día lo escuchaste silbar algo que parecía jazz. Seguro que ella vive en San Telmo, en un departamento con ventana a la calle en el living y mantas que trajo de un viaje a Machu Pichu sobre el sofá. A él le gusta la combinación de porro con té orgánico. Como si tuviera otra vez 24, que es la edad de ella. Una recepcionista que hizo cursos en Icana, saca fotos y las sube a Flickr. Es tan talentosa. Todos se lo dicen. El valora estas cosas, claro, pero no demasiado. Hay algo de recelo. Entonces, de vez en cuando le hace saber por qué ella está en un mostrador y él, en un despacho. Un poco más de vino, sí. Ahora, mirá la copa con cara de confusión. El va a creer que estás abatida. Sacá ventaja. Es importante que cuente mucho, que diga cómo y cuánto te mintió. Entonces, insistí con un gesto perturbado. Preguntale si en las últimas vacaciones todo estaba tan mal, pero vos no querías aceptarlo. Que no suene como un interrogante, usá el tono de quien admite que tiene caries. Va a decirte que sí, que desde hace rato. Esperaba que sólo fuera una crisis. El va a sentirse aliviado: el problema ahora es de la pareja. El mozo se va a acercar con la carta de los postres. Hacé como que no lo ves. Volvé a decir cómo te equivocaste en las vacaciones. En casi todas las fotos en Verona y en Venecia están con los pelos revueltos, como recién levantados. Se rieron cuando las vieron. En ese viaje hubo muchas siestas con sexo. Cuando él también se acuerde de eso, la culpa empezará a zumbarle. Intentará alejarla con alguna explicación sobre el afecto. Porque sabés lo que él te quiere, ¿no? Por eso quiso protegerte de sus dudas, mientras trataba de recuperar lo que habían tenido. No levantes la ceja izquierda. Sabés que eso lo irrita. Además, lo que menos necesitás en este momento es un intercambio de sarcasmos. Nada de papelones. Ahora entendés por qué están en una parrilla. Invertí mejor tu  energía. Body Pump, además de Pilates. Necesitás transpirar mucho. Sacar agua hasta que se te seque el enojo. Un café, por favor. También una copa de brandy. Demostrale que vos sí sabés hacer bien las cosas.