lunes, 17 de agosto de 2009

Que sea tríada

El chino de Uriarte se incendió un lunes a la tarde. Cuando a la mañana siguiente pasé por la puerta y vi la faja de clausura, pensé que era por el IVA o las ratas. Lo normal. Zully, la encargada de casa, me contó lo que había pasado. Parece que todo empezó con el cortocircuito de una heladera; alguien llamó a los bomberos, cortaron la calle y un policía pasó toda la noche en la puerta del negocio. Me hubiera gustado ver algo de todo eso: tengo cierta fascinación por las catástrofes.
El dueño del chino de Uriarte habla áspero, martilla las vocales cuando me llama “amiga”, pero sonríe como si fuera un hombre simpático. No me cae mal. Una semana después del incendio lo encontré buscando mercadería en el chino de la calle Thames. Le pregunté cuándo iba a abrir el negocio y contestó con su jeringoza y gestos, que interpreté como que ya. Dejé lo que estaba por comprar y fui hasta Uriarte. El lugar todavía tenía olor a quemado, pero el que más picaba era el de la lavandina. Por primera vez, ahí adentro todo parecía limpio. Cuando estaba por irme, me crucé con el dueño. Me agarró del brazo, golpeó una frase y colocó una golosina adentro de la bolsa de mis compras.
No me di cuenta hasta hace unos días: algo cambió entre los chinos y yo. Una mañana pregunté en la caja si tenían Blem naranja en vez del común, y el dueño se acercó a decirme algo que no entendí muy bien. Al otro día, cuando pasé por la puerta, me llamó y me mostró una fila de Blem naranja. Lo mismo pasó con las paltas y, este fin semana, con las peras. Ahora ya entiendo cuando dice que va a conseguírmelo. Tengo que hacer algo con esta nueva relación.

sábado, 25 de julio de 2009

Lo que no se olvida

No le tengo paciencia a las peleas. Será que tengo un enojo raro. Casi todos son toros: arremeten con resoplidos y cornadas, tan colorados e irracionales que dan ganas de una media verónica. El mío, no. Es un globo que sale de la panza, un poco más arriba del ombligo, y sube hasta los ojos. Cuando me enojo pienso mucho y escucho poco: lo suficiente. Total, siempre hay un ladrillo más o menos cerca.

En la época de Cámpora, las sobremesas familiares eran bravas. Un mediodía, en Pilar, dos de mis tíos empezaron a discutir con el vermut, y todavía seguían haciéndolo cuando a los más chicos nos mandaron levantar los platos de postre y colocar la felpa verde arriba del mantel, para jugar a las cartas. Cuando Leber golpeó la mesa con el puño, Joaquín no dijo nada. Se levantó y fue caminando hasta la entrada del campo. Yo lo seguí. Nos sentamos a la sombra, cerca del Rambler Classic de Leber. Cuando nos cansamos de estar en silencio, me enseñó a silbar. Nos reímos bastante hasta que finalmente lo logré. Antes de volver con los otros, Joaquín agarró un ladrillo que estaba junto a la tranquera y lo tiró contra el parabrisas del auto. Más tarde, ganó dos veces el pozo.

jueves, 9 de julio de 2009

Un toque de Arbus

En Almagro los llamábamos mogólicos. Eso de decirles Down vino después. Había dos: Alfredo y el de la calle Mármol. Alfredo era el hermano de la dentista y yo siempre creí que era feliz. Sonreía mucho y, cuando estaba sentado en misa, hacía un gesto muy gracioso: se golpeaba una mejilla con la mano, como marcando un ritmo, después se inclinaba y hacía lo mismo sobre la rodilla. A veces, yo jugaba a ser mogólica y lo imitaba. Eso ponía muy nerviosa a mi mamá, que al principio se reía pero después se ponía furiosa; sobre todo, cuando lo hacía delante de extraños. La dentista atendía en la parte de adelante de la casa donde vivía con sus papás y Alfredo. Cada vez que iba a hacerme un baño de flúor, yo espiaba el corredor, por si llegaba a venir Alfredo. A veces, después de la siesta, él acompañaba a la mamá a hacer las compras. Camina todo destartalado, las piernas muy para adelante –las tenía largas- y aleteando los brazos. Cuando la madre lo retaba, fruncía la cara, como si fuera a echarse a llorar, pero al final se reía. Me costaba creer que tenía más de 40 años, como me había dicho la dentista. Lo veía como un nene.

Aunque me daba un poco de impresión, no le tuve miedo hasta que se hizo amigo del de la calle Mármol. Este era hijo de un médico, iba a un colegio especial y los días nublados usaba un impermeable beige. Parecía de 20, aunque seguramente tendría más. Daba muchas vueltas por el barrio y, a veces, se le daba por correr a las chicas. Por eso, apenas lo veíamos todas cambiábamos de vereda. Su amistad con Alfredo no duró más que unos días. Caminaban muy serios, sin hablar, de una esquina a la otra. Parada en la puerta de la casa, la madre de la dentista los miraba. Supongo que aquello no debe haberle parecido muy normal y por eso no se los vio más juntos. Fue durante ese tiempo que yo empecé a tenerle miedo a Alfredo. Empecé a imaginar lo que pensaría mientras caminaba y ya no lo pude ver más como un nene.

Ahora, en el gimnasio, está Mario. Es morrudo y bostero. Creo que también es irónico, porque el otro día, después de las elecciones, felicitó a todas por el triunfo de Kirchner. Casi toda la clase se indignó y lo corrigió: ganó Michetti, le dijeron. Él dijo que no, y se fue. Muchas veces se va antes del final de la clase. No guarda la colchoneta ni las mancuernas, pero le avisa al profesor: “No las toquen, vuelvo mañana”. Mario levanta muchísimo peso, por eso tiene ese cuerpo de Humpty Dumpty. Se aburre cuando hay que hacer ejercicios de elongación. Agarra una pelota, se la pone debajo de la remera y, señalándose la panza, le dice a Peggy: “Es tuyo”. Peggy, que tiene 70 años y baila muy bien el cha cha chá, se tapa la cara con las manos y se ríe.

Creo que ya no me da tanto miedo, capaz que un poco de fascinación.

martes, 7 de julio de 2009

domingo, 21 de junio de 2009

¿Y qué?

Juego mucho al solitario. Es muy parecido a vivir. Decido más con la intuición que con el razonamiento. Siempre muevo las cartas que tienen menos posibilidades. Cuando no gano, vuelvo a empezar. Hay algo muy tranquilizador en todo eso.

Detesto que me digan “cuidate”. Se me hace que la persona que se despide así es muy aprensiva. Y falta de imaginación. ¿Hay una guerra ahí afuera? Okay, un “te espero, con o sin heridas” no suena tan mal.

Anoche subrayé en la página 318 de un libro: “Da mucho frío ser libre”. Se me hace que es una de esas frases que sólo yo entiendo.

Desconfío de las personas que viven a dieta, para no engordar. Son como monjas y curas. Hay algo medio triste en esas privaciones, que también espanta.

Debería enamorarme más seguido.

En Canarias, un catalán me hizo jurar que nunca en mi vida me pincharía. Lo cumplí, sin demasiado mérito. Unos meses después nos encontramos en Barcelona. Me pidió plata para un chute. Se la dí.

Las cosas que hoy me preocupan tienen precio. Todas, menos dos.

Y más o menos es así: lloro por las películas de Pixar y también por bronca, me da vergüenza que me miren bailar, adoro los cascabeles y lo gitanil, me siento fea cuando estoy mal vestida, prendo la estufa si hay 15º grados, fumo mucho cuando escribo y me voy cuando me aburro.

martes, 16 de junio de 2009

R de recuerdo

Tuve un novio cocinero. Siempre llevaba un diccionario chiquito dentro de un bolsillo. Todas las noches, antes de dormir, memorizaba una palabra nueva. Cuando  lo conocí, iba por la C.

Trabajaba en el mismo lugar donde yo era camarera. Apenas nos miramos, nos caímos antipáticos. Nunca me gustaron los hombres altos. Pasó lo esperable: como siempre sacaba últimos mis pedidos, un mediodía entré en la cocina, desenganché las comandas, hice un bollo y se lo tiré en la cara. Muchas cayeron dentro de una olla donde estaba cocinando no sé qué, y otras, directamente sobre la hornalla. Vi volar a algunas, ya convertidas en fueguitos. Supongo que nos habremos insultado un poco. Nada grave, más bien una tontería. Casi al final del turno nos besamos y nunca más hubo barullos. 

Cuando empezamos a salir, descubrí lo del diccionario. Yo me acurrucaba contra él cada vez que lo leía, y miraba cómo fruncía las cejas. A veces, también repasaba palabras viejas. Sostenía el libro con una mano y acomodaba la otra sobre mi espalda. Nunca le pregunté por qué hacía aquello. Supuse que era algo relacionado con no haber terminado el secundario. La verdad es que no hablábamos mucho cuando estábamos solos.

Pero una tarde sí me contó que él fantaseaba con llegar a leer palabras a los hijos, en vez de cuentos, y que yo lo peleara por eso. Fue algo triste, porque nos estábamos despidiendo, dos días antes que yo me fuera a vivir a Brasil con mi ex marido. Comimos milanesas y me regaló un diccionario de portugués, chiquito como el suyo. 

domingo, 7 de junio de 2009

Yo no fui

En segundo grado era la peor alumna de mi clase. Tenía las notas más bajas hasta en los asuntos más absurdos que se clasificaban  en el boletín: en el de Aspecto Personal acumulé varios Desprolijo. Aunque escribía con Parker o Sheaffer, el resultado era el mismo que si lo hubiera hecho con una 303, como el resto de mis compañeras: mis lapiceras siempre lagrimeaban tinta. En el cuaderno, sobre mi guardapolvo y entre mis dedos. Las observaciones sobre mi apariencia mortificaban  mucho a mi mamá, que tenía un sentido del honor muy involucrado con el orden y la limpieza. Hubo palizas y castigos.  Pero mi relación con ella no era tan mala como la que tenía con la señorita María Marta. No sé como me las ingenié para pasar a tercer grado. Ese año me tocó una maestra que me tenía mucho cariño y estrené el boletín con algunos Sobresaliente. Además, empezamos a usar birome.

Una mañana, durante el recreo, crucé todo el patio hasta llegar adonde estaba la señorita María Marta. Le mostré mis manos y mi delantal limpios y le dije: “¿Vio? Yo no me mancho”. No esperé su comentario. Me di media vuelta y volví corriendo adonde estaban mis compañeras, para seguir jugando con ellas al quemado. 

No estoy muy segura de que las personas cambien. Pero creo que cualquiera es un  poco distinto cuando las circunstancias le dan un empujoncito.