domingo, 30 de marzo de 2008

Domingo clasificado

Dueño alquila 3 ambientes en Santos Dumont al 2700, 15º “A”. La vía corta la calle una cuadra antes, no hay manera de cruzarla y tengo que hacer una gran voltereta. Me gusta el puente de Ciudad de la Paz y el pedacito de calle adoquinado que hay debajo. Miro las vías por si viene el tren y puedo pedir tres deseos, pero no. Sigo caminando. Ya media desorientada, en Amenábar pregunto a un señor con barba oscura y bastón beige, muy parecido a un duende. No conoce Santos Dumont. Cuando la encuentro, desde la esquina espío al edificio: es el monoblock de Crámer. Dudo un rato pero al final desisto. Una pajarera por otra: no vale la pena ese alpiste. Cuando vuelvo me cruzo de vuelta con el señor duende; me pregunta si encontré la calle y sonríe cuando le digo que sí, pero que sólo quería verla. Se despide: “Que tengas un lindo domingo”. Me dan ganas de creerle.

3 ambientes en Guatemala y Borges. Sin sol y con moquette gris. Increpo a la que lo muestra. Ella insiste en que no me mintió cuando hablamos por teléfono: sí hay sol (en lavadero y cocina) y no es moquette sino carpeta. Tocan el portero eléctrico una y otra vez, ella contesta que ya baja pero sale al balcón. La sigo. Durante un rato, las dos nos quedamos embobadas mirando la torre que acaban de construir enfrente. Supongo que cada una piensa en su destino.

viernes, 28 de marzo de 2008

La bóveda

Está a nombre de los Montiel. Supongo que serían amigos de la mamá de mi papá, que era de Entre Ríos. Ella no quería que la llamáramos abuela, así que para nosotros Laura Alcira siempre fue Lala: una mujer tan linda como complicada. No sé mucho más de ella. Es que por el lado paterno, la historia viene medio deshilachada (hay familias que tapan con silencio sus turbulencias, y parece que en el otro hemisferio de la nuestra habían revoloteado un par de mariposas).
Cerquita de Lala está el abuelo paterno; él se murió antes de que yo naciera, pero no sé si me hubiera caído muy simpático. En las fotos no se lo ve muy abuelito. Aunque capaz que es ese gen G. que nos hace parecer medio desaprensivos y resulta que no, que al contrario. Mi hermana zafó de eso: ella es pura expresividad. Cuando yo era chica –y mofletona- me parecía mucho a las fotos del abuelo. Ahora sólo me quedan los labios cortos y un gusto mayúsculo por lo escrito. Mi abuelo era tan amigo de Natalio Botana, que tenían una biblioteca en común. Dicen que era una de las mejores de Buenos Aires y debe ser cierto, porque los dos libros que nos quedaron tienen una encuadernación lindísima, con las letras de los títulos y autores grabados en oro. El que sabe mucho del abuelo es mi primo el Monseñor. Yo soy muy burra con la historia argentina. El año pasado, Monseñor G. me mandó mails contándome del abuelo y ahí me quedó claro que era un tipo grosso, admirable. Y me dio cariño.
La abuelita, la mamá de mamá, también fue a parar a la bóveda. Esto no les cayó muy bien a los G., pero como son muy educados nunca intentaron desalojarla. Una vez nos mandaron la cuenta adeudada en el cementerio. Nos afligimos, nos negamos a pagarla y listo. La primera vez que fui a la bóveda fue para visitar a la abuelita, porque yo siempre la extrañé. El lugar me pareció una iglesia chiquita, con tanto candelabro y mantel de hilo con puntillas. No me acuerdo de la ubicación de papá y de la abuelita, pero ojalá estén cerca porque se llevaban muy bien.
La segunda y última vez que entré a la bóveda fue para llevar a mamá. Pusimos su urnita arriba del cajón de Lala. Con mi hermana dijimos: “A ver si por fin se hacen amigas”.
Creo que en el 2010 vence la titularidad de la bóveda. No sé qué vamos a hacer con tanto difunto.

sábado, 22 de marzo de 2008

Reto al destino




Rayita: de la palangana al Golf

jueves, 20 de marzo de 2008

La pensión de la calle Agrelo

Nosotras ocupábamos la pieza 9. Caímos ahí porque ni mamá ni sus hermanas se dieron cuenta de que es imposible vivir de rentas si no se cobran los alquileres, por ejemplo. Y al administrador, un tal Lastra, tampoco le pareció oportuno avivarlas. Entonces: bandera de remate en la casa de la calle México.
En la pieza de adelante, la que tenía un balconcito, vivía un gordo que parecía feliz. Apenas volvía de trabajar, se preparaba sándwiches de queso de chancho y los comía mientras miraba el noticiero. El queso de chancho es un fiambre, aunque parece una tajada de cerebro o algo así de asqueroso. Pero a él le gustaba y le insistía a mamá para que nos lo compre. Ella estaba muy deprimida como para responder algo más que un “por supuesto”, y hasta parecía amable cuando lo decía.
En la pieza de al lado vivía un matrimonio de uruguayos con su hijo, Daniel, que tenía más o menos nuestra edad. Mi hermana estaba un poco enamoradita de él (y capaz que yo también); todas las tardes, cuando ella subía a estudiar en la terraza, Daniel la seguía. Charlaban mucho. Los uruguayos tenían un restaurante enfrente del Mercado de Pulgas, que en ese momento funcionaba como mercado a secas. Un sábado al mediodía me llevaron con ellos y jugué a ser camarera. Buena gente los puesteros y también los uruguayos. Me enseñaron a hacer pizza casera, bien finita.
También jugábamos con Patricia Romero, una chica que tenía nuestra edad pero el cuerpo de una de veinte. Creo que eso asustó un poco a mamá, quien, al principio, nos prohibió que nos juntáramos con ella. Con Patricia dibujábamos planitos de departamentos y hacíamos de cuenta que vivíamos ahí. En los míos nunca faltaba un helecho, planta que hoy detesto, y un perro. A veces me acordaba y les agregaba un marido. Me encantaba ganarle a Patricia cuando jugábamos al Desconfío.
Los chilenos sabían expresar su nostalgia, discutían con nadie cada vez que se emborrachaban. Pero la vez que uno amenazó con un cuchillo a otro pensionista, tuvo que intervenir Jesús, el marido de la dueña. El gallego dijo "va, va, va..." y listo. Al escuchar los gritos, mamá colocó una mesa contra la puerta de nuestra pieza.
A lo mejor, las cosas hubieran sido distintas si en la escuela no me hubieran hecho a un lado porque vivía en una pensión. En la de la calle Agrelo aprendí a odiar la vergüenza, el olor a Baygón y las paredes color verde agua. Para ese entonces, papá ya estaba en la bóveda.

miércoles, 19 de marzo de 2008

La de la calle México

Es la casa donde me crié. La construyó mi abuelo Santiago, un italiano que cocolicheaba hasta en lo arquitectónico. Ahí vivíamos con mi mamá, mi abuelita, mi hermana y un grupete de mucamas, que iban y venían de acuerdo a variables de carácter y economía maternos. Entonces: soy de Almagro, para horror de mi papá, que jamás abandonó Barrio Norte con su Jockey Club. La historia familiar no es demasiado tradicional, pero tampoco muy complicada: papá venía a visitarnos todas las noches. Yo salí así: un poco tironeada entre lo tilingo y lo barrial.
Mi casa de la calle México es también una Legnano azul, las canciones en francés de la abuelita (Frére Jacques, frére Jacques, dormez-vous?), la cuenta corriente en el mercadito, el embobamiento con los dos hermanos Urquiza, la colección Robin Hood, el miedo a las Bombuchas en los carnavales y la certeza de mi territorio. Cada miércoles a la noche, sobre la pared de mi cuarto se reflejaban las luces de la canchita del colegio San Antonio. Me dormía con los gritos que llegaban desde ahí.

Capaz que me mudo. Este departamento es chico y el edificio, una pajarera Soho. Pero no sé. Hoy a la mañana empecé a mirar clasificados, hasta que me acordé de cuánto odio las mudanzas: sufro cada canasto. También pensé en todos esos lugares donde viví. Creo que fueron muchos.

domingo, 16 de marzo de 2008

Te lo explico

-No, lindo, no.
-¿Entonces?
-Es que no lo entenderías, por más que lo habláramos durante horas. Y sería agotador.
-¿Te das cuenta de que vivís escapándote? Cuando algo no te gusta te vas por la ventana y no das ninguna explicación. Uno se queda preguntándose qué te pasó y por dónde andarás.
-Como fugitiva, tachame la doble. No llego más que a tu living…
-No me tratés como a un idiota.
-Es que me venís con toda una psicopateada cuando ni me conocés. Ni sé qué te habré contado para que te hagas esa imagen de mí, o capaz que es tu película. No sé. Pero resulta que no me estoy escapando.
-OK. Y por eso te vestiste mientras yo estaba dormido... ¿No habíamos quedado en pasar la noche juntos?
-La próxima, ¿dale?
-Dale, nada. Si pasó algo concreto, lo hablamos y después vemos. Pero si extrañás a tu almohada o a tu reloj despertador, mejor dejamos todo acá. Las fóbicas no me van, ¿sabés?
-Lo que pasa es que te mentí. Yo fumo. Por ahí me banco dos o tres horas, pero llega un momento en que necesito un pucho sí o sí. Como ahora. Y entiendo que después de la enfermedad de tu papá no puedas soportar al tabaco; pero pensé que podía manejarlo o que a lo mejor, con el tiempo, a vos se te pasaría un poco… Sí, ya sé, es horrible. No pongas esa cara.


Por algo así es que termina lo que nunca llegó a empezar.

martes, 11 de marzo de 2008

Así, no

-Sin urgencia, no.

-Justificándote, menos.

-Sin absurdos, no.

-Con precaución, nunca.

-A las escondidas, no.

-Sin insistencia, tampoco.

-Como caprichito, vemos.

-Sin un “dale”, imposible.

-Con risas, todo.

-Tan crazy, siempre.

-Porque sí... y ya.

No hay caso: hay que querer de otra manera.

Lázaro

Siguiendo con la temática: Carlos Lozano Dana no murió. Que se sepa.
Hoy, sobre una mesita de recepción de solarium, veo tarjeta gold de crédito. Titular: Carlos Lozano. Le comento a recepcionista: “Se llama igual que el de las telenovelas. Ese que se murió…”. Desde un gabinete, alguien vocifera: “No, querida, estoy vivo”. Me hubiera gustado responderle “lo felicito”, o algo por el estilo. En cambio, huí.

domingo, 9 de marzo de 2008

Bostezos nocivos

Las palabras salen de mi boca como en flic flac, miro su voltereta y hasta escucho su plop triunfal cuando se plantan frente al otro. Pero para entonces ya es tarde: ahí está la frase que me perseguirá con su incomodidad hasta que mi memoria se agote. Sumo otra cuenta al rosario de mis remordimientos. Mis conocidos llaman a estos enunciados “un auténtico G” (G es la inicial de mi apellido). Y es que tengo una capacidad especial para pronunciar desaciertos. Lo hago ninguna intencionalidad, como un bostezo de mi psique. Es un don. Fucking ability.
Todavía me desvelan:

-“¿Fulanito? Un desagradable. Proponía a sus empleadas que se encamen con él y su mujer”. (Mi interlocutora: una de las mejores amigas de la mujer de Fulanito, según me enteré después)

-“Te juro que no pasó nada. Si no tenía forros…”.

- “¿Qué tal? ¿Cómo estás?”. (A jefa que acababa de enviudar. Y me lo contó, nomás)

-“Al próximo, me toca servirle ñoquis. Y todavía no llegué al nuevo milenio…”. (Dicho a un novio que me preguntó con cuántos había estado, mientras hacía listado mental)

-“Eso se soluciona re fácil: un poco de gym… o una lipo”. (A hermana atribulada por pancita)

-“¿Prejuiciosa? Sí, un poco. Creo que todos los ex rugbiers la tienen chica y que los orientales huelen mal”. (Interlocutor: ex rugbier –obvio- y socio de un restaurante de comida thai, detalles yo que desconocía. Igual, salimos un tiempito)

-“Dale: juguemos a contarnos secretos” (Así llegué a enterarme que: uno se estaba viendo con su ex, a otro le impresionaban mis tatoos y un amigo se estaba viendo con el marido de otra amiga)

Moraleja: en mi próxima vida seré muda.

domingo, 2 de marzo de 2008

Esa que fui

La denuncia quedó simpática. Eso fue lo que ella pensó cuando salió de la comisaría en Marseille. Había llegado ahí una hora antes, tratando de explicarse con retazos de inglés, lágrimas y gestos. El jefe de turno consideró que el único que podía llegar a entenderla era un oficial que solía ir de vacaciones a Benidorm. Ella respondió con un “je ne parle pas français” cada vez no entendía una pregunta, que fueron casi todas. El oficial interpretó que era argelina y artista plástica, aunque en realidad había nacido en el sanatorio Anchorena y no sabía dibujar ni un sol. Pero a ella le gustaron esos detalles exóticos y se fue muy contenta.
Esa mañana le habían robado el pasaporte y todo su dinero mientras dormía en el tren. Primero fue al consulado, pero estaba cerrado por vacaciones o algo así. El que la atendió a través de una mirilla no hablaba español, ametrallaba frases y en la última descarga escupió: “Vendredi”. Recién era lunes. Entonces, fue a la policía.
Dobló la denuncia en seis, la envolvió en una bandana y se la enroscó al cuello. Sintió que ese papel mecanografiado, que tenía un escudo y una textura tan parecida al de calcar, sería su protección. Como un escapulario. Pero no. Y así comenzaron sus días como identityless.