jueves, 20 de marzo de 2008

La pensión de la calle Agrelo

Nosotras ocupábamos la pieza 9. Caímos ahí porque ni mamá ni sus hermanas se dieron cuenta de que es imposible vivir de rentas si no se cobran los alquileres, por ejemplo. Y al administrador, un tal Lastra, tampoco le pareció oportuno avivarlas. Entonces: bandera de remate en la casa de la calle México.
En la pieza de adelante, la que tenía un balconcito, vivía un gordo que parecía feliz. Apenas volvía de trabajar, se preparaba sándwiches de queso de chancho y los comía mientras miraba el noticiero. El queso de chancho es un fiambre, aunque parece una tajada de cerebro o algo así de asqueroso. Pero a él le gustaba y le insistía a mamá para que nos lo compre. Ella estaba muy deprimida como para responder algo más que un “por supuesto”, y hasta parecía amable cuando lo decía.
En la pieza de al lado vivía un matrimonio de uruguayos con su hijo, Daniel, que tenía más o menos nuestra edad. Mi hermana estaba un poco enamoradita de él (y capaz que yo también); todas las tardes, cuando ella subía a estudiar en la terraza, Daniel la seguía. Charlaban mucho. Los uruguayos tenían un restaurante enfrente del Mercado de Pulgas, que en ese momento funcionaba como mercado a secas. Un sábado al mediodía me llevaron con ellos y jugué a ser camarera. Buena gente los puesteros y también los uruguayos. Me enseñaron a hacer pizza casera, bien finita.
También jugábamos con Patricia Romero, una chica que tenía nuestra edad pero el cuerpo de una de veinte. Creo que eso asustó un poco a mamá, quien, al principio, nos prohibió que nos juntáramos con ella. Con Patricia dibujábamos planitos de departamentos y hacíamos de cuenta que vivíamos ahí. En los míos nunca faltaba un helecho, planta que hoy detesto, y un perro. A veces me acordaba y les agregaba un marido. Me encantaba ganarle a Patricia cuando jugábamos al Desconfío.
Los chilenos sabían expresar su nostalgia, discutían con nadie cada vez que se emborrachaban. Pero la vez que uno amenazó con un cuchillo a otro pensionista, tuvo que intervenir Jesús, el marido de la dueña. El gallego dijo "va, va, va..." y listo. Al escuchar los gritos, mamá colocó una mesa contra la puerta de nuestra pieza.
A lo mejor, las cosas hubieran sido distintas si en la escuela no me hubieran hecho a un lado porque vivía en una pensión. En la de la calle Agrelo aprendí a odiar la vergüenza, el olor a Baygón y las paredes color verde agua. Para ese entonces, papá ya estaba en la bóveda.

4 comentarios:

ann dijo...

Hoy tenes una historia (o miles ) muy colorida para contar, seguramente es mas colorida a traves de los años que en aquel momento.Siempre me gustaron mucho las historias de pensiones de buenos aires.

Anónimo dijo...

me gusta mucho como escribis
cariños
A

Siesta escandalosa dijo...

La verdad, Ann? Escribí de la pensión de la calle Agrelo por eso de las mudanzas y porque todavía la padezco un poco.

El mejor elogio, A.

ann dijo...

entiendo de todas formas cuanto se pueden apdecer situaciones como éstas, no me gutsta subestimarlo.
pero por tu forma de escribir y contar las cosas con alegría y hasta un poco de resignacion , la pensión de la calle grelo se me hace un lugar bastante mágico.