miércoles, 3 de junio de 2009

Lo que conviene

Pensás en muchas cosas mientras él sigue hablando. Lo que escuchás son retazos de frases, algo así como que antes éramos y ahora no. Eso es suficiente. Hay gente que se arregla con mucho menos para hacerse entender en Paris. De todas maneras, sentís que no es justo que te invite a una parrilla para decir que quiere separarse. Son cosas que se anuncian con un whisky o un café. No; en realidad, es algo que debería hablarse con un brandy, y siempre cuando termina el invierno. El otoño no es buena época para ser abandonada. Hay mucho frío por delante. Capaz que nunca más vas a poder comer morcilla, con lo que te gusta. Cada vez que lo hagas vas a acordarte de él colocando pimienta sobre la carne y el malestar. Qué necesidad. Después se queja de acidez. Y vos qué. Decile que no, que no entendés. Tenés todo el derecho de convertirte en un cliché. Mientras, pensás cómo algo tan blando como la morcilla puede raspar así. A lo mejor está envuelta en plástico, en vez de tripa. Deberías preocuparte un poco más por lo que entra en tu estómago. No alcanza con tomar Omega 3 y comer verduras crudas cinco veces por semana. Una noche te descuidás, te sirven plástico y terminás envenenada. Como esa canción que decía de qué sirvió cuidarte tanto de la tos. Preguntale si hay otra. Es lo que se hace. No, no tenés más hambre. Cómo podrías. Ahora vas a adelgazar y a cortarte el pelo. En la Lúdica: carré y flequillo al costado, la nuca al viento. No le creas, siempre hay otra. El otro día lo escuchaste silbar algo que parecía jazz. Seguro que ella vive en San Telmo, en un departamento con ventana a la calle en el living y mantas que trajo de un viaje a Machu Pichu sobre el sofá. A él le gusta la combinación de porro con té orgánico. Como si tuviera otra vez 24, que es la edad de ella. Una recepcionista que hizo cursos en Icana, saca fotos y las sube a Flickr. Es tan talentosa. Todos se lo dicen. El valora estas cosas, claro, pero no demasiado. Hay algo de recelo. Entonces, de vez en cuando le hace saber por qué ella está en un mostrador y él, en un despacho. Un poco más de vino, sí. Ahora, mirá la copa con cara de confusión. El va a creer que estás abatida. Sacá ventaja. Es importante que cuente mucho, que diga cómo y cuánto te mintió. Entonces, insistí con un gesto perturbado. Preguntale si en las últimas vacaciones todo estaba tan mal, pero vos no querías aceptarlo. Que no suene como un interrogante, usá el tono de quien admite que tiene caries. Va a decirte que sí, que desde hace rato. Esperaba que sólo fuera una crisis. El va a sentirse aliviado: el problema ahora es de la pareja. El mozo se va a acercar con la carta de los postres. Hacé como que no lo ves. Volvé a decir cómo te equivocaste en las vacaciones. En casi todas las fotos en Verona y en Venecia están con los pelos revueltos, como recién levantados. Se rieron cuando las vieron. En ese viaje hubo muchas siestas con sexo. Cuando él también se acuerde de eso, la culpa empezará a zumbarle. Intentará alejarla con alguna explicación sobre el afecto. Porque sabés lo que él te quiere, ¿no? Por eso quiso protegerte de sus dudas, mientras trataba de recuperar lo que habían tenido. No levantes la ceja izquierda. Sabés que eso lo irrita. Además, lo que menos necesitás en este momento es un intercambio de sarcasmos. Nada de papelones. Ahora entendés por qué están en una parrilla. Invertí mejor tu  energía. Body Pump, además de Pilates. Necesitás transpirar mucho. Sacar agua hasta que se te seque el enojo. Un café, por favor. También una copa de brandy. Demostrale que vos sí sabés hacer bien las cosas. 

domingo, 24 de mayo de 2009

Dejar de ser

He visto cosas más graves. Una embarazada llorando en el subte, con la alianza estrangulándole el dedo hinchado y el sobre de una resonancia magnética apretado contra el pecho. Fue un mediodía de febrero y toda clase de humedades se te refregaban en aquel vagón. Los ojos de la embarazada eran cráteres, las lágrimas le caían espesas y finalmente se perdían entre los tres pliegues de su cuello. 

Una tarde vi a una nena colocando una cinta roja en el cuello de un gatito gris. Le acariciaba el lomo y lo llamaba “Mi Bonito”. Hablaba en voz baja y tenía las manos infladas como panes, con las uñas pintadas de nacarado. El gato estaba muerto. 

También conozco a una mujer que fue mendiga en Almagro, fumaba las colillas que encontraba en los cordones de las veredas y todos los viernes se duchaba en el colegio de monjas. Consiguió trabajo como portera. A veces, cuando recoge la basura, abre las bolsas y revisa qué hay adentro.

Las cosas son así. Es inútil que salgas a atrapar un puñado de certezas. Las de hoy van a ser tus cadáveres del viernes a la noche. En algún momento, las ilusiones se suicidan. Dejan de ser. Se cumplen o se reemplazan. No es algo que yo haya inventado y a lo mejor ni siquiera me gusta. Pero es así. Entonces, suponete que una mañana te levantás y me ves sentada en la mesa de la cocina; enfrente de mí hay una taza de te orgánico y un plato con galletitas de gluten. Y no vas a tener que abrir la ventana porque es imposible ese olor a cigarrillo a esta hora. O capaz que me ves preocupada por alguna razón lógica, de esas que no llevan adelante un condicional ni se explican con una levantada de hombros. También puede pasar que empiece a sentirme cómoda cuando me miran, y sonría sin ponerme colorada ni interrumpir lo que estaba haciendo. O que llegue a casa y me deje los zapatos puestos. Y cocine bifes a la criolla, claro, o alguno de esos platos que pedís al delivery de Las Torres. Un día vas a darte cuenta de que explico todo de una manera clara, entendible, y no vas a morderte el labio de abajo cuando empiezo una frase con un “capaz que”. Entonces, voy a contarte todo lo que no te digo cuando me quedo un domingo escribiendo, en vez de ir con vos al cine. 

Si pasa esto, devolveme a esa cama donde pasamos la primera noche. Dejame seguir durmiendo. Y no te despidas. Para qué. Ya no voy a ser yo.  

domingo, 10 de mayo de 2009

Estrelladas

Me parece que los domingos son raros. Hoy a la mañana, por ejemplo, mientras desayunaba (tazón sopero de café y galletitas Rumba), escuché un ruido en la puerta de entrada de mi departamento. Lo primero que pensé fue: “¡Oia!” (o algo así).  Después, analicé: “Hoy no es jueves. Lili viene los jueves. Entonces, no es Lili”. Cuando quiero, puedo ser de lo más deductiva. Y me levanté.  En el living me di cuenta de que alguien forcejeaba con la cerradura. Me asusté, claro. No hace mucho quisieron robar a mi vecino, el Cara de Hormiga. Imaginé que no debía faltar mucho para que la persona consiguiera entrar, y pensé en defenderme. Sobre la mesa hay una vela con forma de estrella, que tiene una base de metal. Es una especie de pisapapeles: debajo de ella van a parar las facturas por vencer y los papelitos con anotaciones que en algún momento consideré importantes. Debajo de la vela hay números de teléfono de vaya a saber quién o qué, y hasta una receta de mermelada. Agarré la base de la vela y me acerqué a la puerta. Un poquito me tembló la voz cuando pregunté quién era. Una mujer me contestó que era la vecina del sexto, que se había equivocado de departamento. Le creí. Convengamos: ninguna de las dos estaba muy en condiciones de juzgar a la otra. 

lunes, 4 de mayo de 2009

Lo que sea

Primera versión:

 Un domingo al mediodía, mi papá llegó a casa y le avisó a la chica que nos cuidaba que iba a llevarme a lo de unos amigos. Ella preparó un bolso con pañales y mamaderas. A lo mejor, mi hermana también vino. No lo sé. Yo ni siquiera tenía un año y todo esto me lo contó una tía. Ella nunca mencionó a mi hermana y tampoco a mi mamá. Algo de esto es más o menos entendible: mi mamá y mi papá no vivían juntos y entonces resultaba fácil cualquier omisión de alguno de los dos en los relatos familiares. Lo de mi hermana, no sé. A veces papá salía con una y dejaba a la otra en casa, como pasó aquella vez que fue con mi hermana al Botánico. Ella tenía tres años y yo, uno y medio o dos. Durante mucho tiempo, muchísimo, los imaginé paseando en aquel parque, charlando y riendo, mientras yo lloraba en casa. Hoy pienso que a lo mejor las cosas no fueron tan así. Por ahí llevó sólo a una porque era bastante complicado maniobrar dos cochecitos de bebé. Sobre todo, con resaca. La vez que me llevó a lo de los amigos se olvidó el cambiador en el taxi. Cuando me trajo de vuelta a casa le contó a mi tía que, como yo sonreía cada vez que alguien me alzaba, me pasé toda la tarde en brazos. Y que nadie hubiera podido imaginar que estaba así de escaldada. Mi tía dijo que mi papá parecía admirado o algo así. Parece que el disimulo es un don familiar. 

 

Después quedó esto:

 Un domingo al mediodía, el padre fue hasta la casa donde vivían sus hijas. Le dijo a su ex mujer que iba a llevar a la más chica a casa de unos amigos. Trató de no gesticular mientras hablaba, para que no se le notara el temblor. Ella dijo que ya estaba harta y fue al cuarto a preparar el bolso con los pañales y las mamaderas. Mientras esperaba, él sentó a la mayor, que tenía dos años, sobre una de sus rodillas y le hizo practicar el silbido. Ella inflaba los cachetes pero no llegaba a fruncir bien los labios al soplar. Se reía mientras lo intentaba. Cuando vio a la madre acercarse con su hermanita en brazos, la hija mayor se abrazó fuerte al cuello del padre. Se quedó llorando mientras él se iba con la beba. El pensó que tenía mucha razón en angustiarse, no era algo bueno lo que estaba haciendo. Una vez había intentado salir con las dos, tuvo que volver al rato porque le fue imposible hacerse cargo de los cochecitos en los que iban ellas.

Ese domingo iba a almorzar a la casa de un matrimonio amigo, que le había pedido conocer a la más chiquita. En la avenida paró un taxi. Le costó bastante plegar el cochecito y, cuando por fin logró subir, le pareció que el conductor lo miraba con una expresión burlona. En ese momento, por quinta vez en el día, tuvo necesidad de un trago. Ya le habían dicho que los primeros tiempos eran los peores. Dormida, la beba le manchó la manga de la camisa con una mezcla de saliva y leche. El trató de limpiarse con una toallita que encontró en el bolso. La aureola que le quedó lo hizo sentir sucio. Apenas llegó a casa de sus amigos, pidió pasar al baño. Se sacó la camisa y refregó la manga con cierto asco. Nunca había logrado acostumbrarse al olor que deja un bebé. Su ex mujer decía que eso era porque él no estaba bien. Todo un síntoma, decía. 

Decidió darle una mamadera a su hija antes de sentarse a almorzar. Fue hasta el escritorio, donde estaba el cochecito, pero no encontró el bolso. Lo había olvidado en el taxi. Decidió no decir nada a sus amigos. Los buenos padres no pierden la comida y los pañales, pensó. Cuando volvió al living, vio a su hija en brazos de su amiga. Sonreía y con una de las manos parecía agarrar el aire. Siempre se mostraba feliz con los extraños. Mejor, se dijo. Más que nunca, esa tarde tendría que ser así. Y aceptó un vaso de whisky. Bourbon. Sin hielo.

 

Ahora pienso: No hay caso, tengo que volver a la primera persona. Capaz que el domingo intento again. Porque algo hay que hacer con esto de los recuerdos. Agarrarlos del cuello, repetirles qué bonitos son, buclearles los lacios, someterlos, inventarles panderetas, confundirles las emes con las eñes. Algo que no sea un ufido. Y que no me haga ser tan buena jugando al solitario. 

lunes, 20 de abril de 2009

Como un yo afectado

Nací en el colegio Vicente López y Planes, de Olivos. Mi mamá quería que tuviéramos una buena educación y por eso desovó ahí. Durante un tiempo vivimos en el zócalo del aula de primer grado; después, nos mudamos a la de segundo y seguimos cambiándonos, hasta llegar a la de quinto. En ese entonces, yo ya sabía leer y conocía de memoria la formación de los triunviratos durante la época de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Y hubiera podido saber mucho más, si no hubieran desinfectado el aula. Así murió mi familia. Esa mañana, yo había subido a uno de los micros que llevaron a todos los alumnos a conocer el cabildo, la catedral y la casa de gobierno. Era la primera vez que viajaba: mi mamá no me había dejado ir a la excursión a un museo de ciencias naturales que habían hecho el año anterior los chicos de cuarto. Dijo que le parecía morboso. Ya era de tarde cuando regresamos al colegio. El olor se sentía desde el patio. Pepa, que vivía en el comedor y era parienta nuestra, me paró cuando yo iba corriendo a casa y me llevó hasta el mástil. Ahí me contó cómo había sido todo. Apenas escuchó el ruido de las puertas y las ventanas que se cerraban, mamá abrazó a mis hermanitas. Envueltas por el humo del Gamexane, las más chicas empezaron a cantar el himno nacional. Ojalá pudiera estar orgullosa de ellas. Pero nosotras no tenemos emociones. En realidad, sólo tenemos una y es una especie de alarma. Pero está bien que sea así. Nuestro sistema nervioso no está preparado para más.

 Pepa insistió para que me mudara al comedor, pero no quise seguir viviendo en la escuela. Cuando nos despedimos, ella me recomendó que buscara un lugar con estufa. Anduve mucho por la calle hasta que encontré una puerta, que resultó ser la de un kiosco. Ese fin de semana me instalé en una caja de pastillas Renomé. Nadie me molestó. Pero el lunes empezaron los movimientos y tuve que cambiar de lugar varias veces. Terminé agotada. Pero lo peor fue escuchar las voces de los chicos. No lo soporté.

Volví a la calle. Aprendí a esconderme durante el día entre las raíces de los árboles y a moverme de noche. Como no sabía adónde ir, corría. Así llegué a un playón donde había muchos micros estacionados. Era la terminal del 152. Lo leí en el cartel donde estaba escrito el recorrido de los colectivos. Descansé un rato en el borde de un balde que había cerca de una canilla. Estuve un rato mirando alrededor; las paredes de la casilla tenían muchas grietas y, en algunas, crecían yuyos. Seguramente, tendría estufa. Decidí que ése no era un mal lugar para vivir. Pero, de pronto, todo empezó a temblar y caí sobre un trapo de piso que estaba en el fondo del balde. Me quedé quieta mientras duró aquel bamboleo. Traté de mantenerme firme, porque mi mamá nos había enseñado que era muy peligroso caerse de espaldas. Por fin se tranquilizó todo. Me asomé y vi que estaba adentro de un colectivo. Me acordé del día de la excusión a Plaza de Mayo, siempre tuve muy buena memoria. Entonces, igual que aquella vez, me acomodé en la pata de un asiento e hice de cuenta que estaba en el mar. En la clase de historia de cuarto grado la maestra había enseñado lo de las carabelas. Esto era parecido, porque había muchos mástiles y el lugar se balanceaba.

Hice muchos viajes; al principio, me escondía cuando empezaba a subir la gente y recién salía cuando quedaban pocas personas. En un colectivo hay muchos rincones y enseguida los conocí a todos. Pero como nunca fui miedosa, después de un tiempo empecé a asomarme en mitad del recorrido. Me gustaba quedarme en el borde de las ventanillas, y mirar lo que había del otro lado; sobre todo, las luces tan brillantes. Como esta noche. Pero justo vos elegiste sentarte del lado de la ventanilla y me descubriste. Aunque al principio pusiste cara de asco, como decía mi mamá que hacen todos ustedes cuando nos ven, y te corriste al asiento de al lado, ahora no dejás de estar atenta a lo que yo hago. Y te llevás la mano al zapato. Me gustaría llorar o gritar. Pero sólo puedo mover las antenas. 

domingo, 12 de abril de 2009

Algunos ritos

Una vez estuve en Sevilla durante Semana Santa. Llegué desde Madrid, en micro, muy tarde, y pasé la noche en un hostal que quedaba enfrente de la estación. Tirada en la cama, si estiraba los brazos, llegaba a tocar las paredes del cuarto. Pero como yo nunca fui claustrofóbica, hice de cuenta que estaba en un ataúd y me dormí. Un ratito. Porque enseguida me desperté rascándome. Las sábanas estaban llenas de redondelitos negros. Y debían ser bichos, porque se movían. El señor que estaba en la recepción se rió cuando le pedí que me cambiara de féretro. Me dijo que no había otro disponible y siguió mirando la tele y blanco y negra. Me quedé al lado de él hasta que se hizo de día. Me convidó con vino áspero, que tomaba en un jarrito de metal.

A la mañana me fui a la casa de la hermana de una amiga. Yo no la conocía pero le llevaba una carta de la Gallega, que en realidad había nacido en Tenerife. Nos caímos bien. A la tarde fuimos a ver las procesiones. Había mucha gente en las calles, alrededor de las iglesias. Parecía una parade; pero en vez de bailar, todos caminaban mientras rezaban o cantaban. Había hombres como Cristo, con coronas de espinas y todo, que arrastraban cruces. Muchos les sacaban fotos. Las mujeres usaban mantillas de encaje negro y parecían muy serias. Después de un rato de aquello nos fuimos a tomar algo. De copas, como me enseñó a decir la hermana de la Gallega. Fueron muchas y en muchos bares. En algún momento, ella me propuso ir a visitar al marido al trabajo, así lo conocía. Terminamos en una estación de policía. Así me enteré que él era cana. Simpático, pero cana. Capaz que yo hice algún comentario sobre eso o algo por el estilo, porque me acuerdo que fuimos los tres a tomar algo y que hablamos mucho sobre dictaduras, guerras civiles y democracias. Volvimos al cuartel y la hermana de la Gallega y yo jugamos un buen rato con las gorras y las cachiporras de los canas. Después, las dos nos fuimos al barrio de Triana, que estaba lleno de callecitas enredadas y de bares escondidos. O eso me pareció. Terminé asomada a un local casi a oscuras. En el medio de una ronda de gente había un señor de pelo largo y enrulado. Parecía que cantaba algún dolor rabioso. Con la hermana de la Gallega nos quedamos paraditas en la puerta. Yo no podía dejar de escuchar.

Alguien nos vio, se acercó a nosotras y nos hizo salir. Cuando estábamos en la calle, nos trató de payas y de irrespetuosas. Recién al otro día entendí lo que había pasado; me lo explicó la hermana de la Gallega, mientras desayunábamos: aquello no era un bar, sino el patio de una casa. Y el que cantaba era Camarón de la Isla.