domingo, 30 de noviembre de 2008

All is right in the jungle

Parecía una fotocopia lavada de Boogie, el aceitoso: el mentón cuadrado, las comisuras para abajo y las cejas casi pegadas a los párpados. Además de la expresión demorada de un skinhead. Subió en Panamericana. En la escalera del estribo, echó un vistazo a todos antes de seguir hablando por el celular.
-Lo que yo quiero saber es quién me atendió y dijo que te estabas bañando, Mónica. Eso nada más. Ahora estoy en el colectivo, te llamo en un rato y me lo contás.
No me hubiera gustado estar en el pellejo de la tal Mónica. El skinhead se paró frente a la máquina de boletos y le preguntó al colectivero cuánto tenía que pagar para ir hasta Scalabrini Ortiz y Santa Fe.
-1, 40
El skin head metió la mano en uno de los bolsillos de su pantalón cargo y sacó una moneda de un peso. Se acercó hasta el asiento del chofer y se la mostró.
-Estamos en problemas. Es lo único que tengo.
En su lugar, yo lo hubiera dejado viajar gratis; pero el otro se empecinó en lo del 1,40. El skinhead volvió a pararse frente a la máquina, con las piernas bien abiertas. Yo retrocedí un paso, segura de que iba a volarla de una patada. Pero, en cambio, comenzó a rebuscar en otros bolsillos del pantalón, que eran muchos. Sacó una bolsita de nylon, un papel doblado en cuatro que abrió y leyó antes de volver a guardar, y un pedazo de cuero marrón. Nada parecido a una moneda.
En ese momento, un señor que al costado de él, casi hecho un ovillo sobre la tarima de la rueda delantera, sacó la mano de la campera y le dio las monedas. Lo hizo sin deshacer su posición de oruga y sin mirarlo a la cara: sólo extendió el brazo. Pensé en él como en un Bill (el de Kill Bill) agazapado.
El skinhead pudo sacar el boleto y se ubicó en la parte de atrás, parado al lado de un chico que, pese a la tormenta, llevaba puestas unas gafas de sol enormes. Volvió a llamar a Mónica y lo que ella dijo debió haberlo conformado porque al rato se puso a charlar con el de las gafas.
Cerca de General Paz, subieron dos chicos, uno llevaba un corte punk y en la parte rapada tenía tattoos. Mientras éste colocaba monedas, el otro le explicaba al chofer que les faltaban 20 centavos. Se reía mientras lo decía. Y otra vez lo mismo: desde el costado, Bill extendió el brazo con la mano extendida y ellos agarraron las monedas.
Miré atrás: el de las gafas le había hecho un lugar al skinhead en su asiento, que era para uno, y los dos charlaban de vaya uno a saber de qué.
A la altura de Nuñez, Libertador estaba cortada por la inundación. Era una inundación de lluvia y de autos. El colectivero estuvo hablando por la ventanilla con un policía que tenía puesto una capita naranja. Le pidió varias veces que nos dejara seguir por la avenida. Supongo que el policía estaba un poco aburrido de tanto desviar el tránsito o a lo mejor la capita le había socavado un poco el autoritarismo, la cuestión es que después de varias negativas, dijo:
-A no ser que lleves a alguien descompuesto…
El chofer se dio vuelta y preguntó:
-¿Quién se hace el descompuesto?
Miré el brazo de Bill. Ahí estaba.

viernes, 28 de noviembre de 2008

Memo

Lista aleatoria de cosas que me gustan:
Comer uvas frías- La boca de un hombre dormido- Andar en patas- J. D. Salinger- Mi iPod- Los regalos- Mis tres sobrinos- Kusturica- El olor a tierra- Las siestas- Lou Reed- Cada uno de mis amigos- Reírme- Las palometas que miro desde la ventana de mi oficina- Carver- Ser tan amiga de mi hermana- La cancha de San Lorenzo- Hacer pasto-  El sol en la panza- Despatarrarme- Comer con hambre- El flamenco- Las terrazas- Leonard Cohen- La urgencia de besos y de sexo- Cómo se ve el living desde el balcón- Los sandwiches de miga de Dos Escudos- Los edificios de enfrente- La fiaquez de los domingos a la mañana- Tony Gatlif- Todos mis recuerdos- Los girasoles- Estar cabeza abajo- Las montañas rusas

En días como éstos, más vale recordarlas. 

domingo, 2 de noviembre de 2008

Revancha

Una tarde, en el jardín de infantes, la maestra nos entregó a cada nena una hoja canson, con el dibujo de un tigre dentro de una jaula. La tarea era simple: teníamos que coser con lana los barrotes. Aunque me esmeré, no conseguí que mis puntadas quedaran derechas. Andrea, una nena que se sentaba a mi lado, no tardó en llamar la atención del resto de la clase sobre mi bordado. Inmediatamente tuve a todas mis compañeras alrededor, riéndose de mi desprolijidad.
Andrea se ubicaba delante de mí en la fila que hacíamos al entrar o al salir de la salita. A partir de ese día, cada mañana tironeaba de uno de los moños azules que sostenían sus dos colitas, hasta que lograba desarmárselo. Al principio, ella sólo protestó; desde atrás, yo me burlaba: “Ña, ña, ña, Andreita”, le decía en voz baja. A la tercera o cuarta vez que lo hice, se largó a llorar. La señorita Susana se ocupó de consolarla y castigarme. Todas las nenas entraron al aula, pero a mí me obligaron a quedarme en el patio, “recapacitando”.
Estuve un largo rato jugando en las hamacas. Cuando se largó a llover, una monja que pasaba por la galería me llamó. Era joven, sonreía mucho y se llamaba María Inés. Me llevó hasta la sacristía, donde me hizo sacar el delantal mojado y contarle por qué no estaba en clase. Después de escucharlo todo, me pidió que no me mueva del cuartito y se fue. Al rato, volvió con un chanchito de yeso, vestido de marinero, que me regaló. El muñeco era enorme y pesadísimo, muy parecido a uno de los tres de la película de Disney. También era una alcancía: las monedas entraban por una hendidura que tenía en la gorra.
La hermana María Inés me acompañó de vuelta al aula, donde entré con mi chancho entre los brazos. Me ubiqué en mi mesita, sin hablar con nadie. Había cierto revuelo en la clase, porque la maestra había salido a buscarme. Cuando volvió, la hermana María Inés y ella estuvieron hablando afuera.
En el último recreo, todas salimos al patio para jugar a saltar los charcos. Como siempre, delante de mí estaba Andrea. Entonces, cuando ví que tomaba impulso, la empujé. Volví a casa con el chancho envuelto con un trapo manchado con agua sucia y sangre: era el delantal de Andrea. En una notita dirigida a mi mamá, explicaban que yo tenía que lavarlo, como castigo.