Lo traje de algún viaje, quién sabe por qué. A lo mejor, Héroes no era un gran libro, pero tenía buenas frases y, en aquel tiempo, todo lo que yo necesitaba era eso. Me acuerdo de algunos subrayados: “Los días tienen los bordes afilados como una lata de atún y el cielo cuelga de un gancho de carnicero./ Necesito un consejo tanto como necesito la sífilis./ Todos mentimos bien los viernes a la madrugada./ Pensó que aquello era como preguntarle a Kennedy qué tal le había ido por Dallas./ ¿Qué es lo más triste que podés recordar? Ir sentado solo en un autobús de noche. Dejar de sentirse maravilloso para sentirse normal. No beber. No tomar nada. Estar como al principio. La estupidez de los domingos. Que nada se parezca a lo que leíste./ No es que seas una mala buscadora de tesoros; simplemente, estás buscando en el lugar equivocado”. El libro estaba contado por un chico con un hermano que se había cortado la oreja; también hablaba de David Bowie, de calamidades y de botas rojas. Como yo también tenía algunos daños dando vueltas por ahí y unas texanas rojas, todo eso me gustó.
Una madrugada, un chico con el que salía me pidió que le leyera algunas frases del libro. Estábamos en la cama, pero ninguno tenía sueño. Cuando terminé, dijo que Héroes le parecía tonto y que, en realidad, yo me había calentado con la foto de Rey Loriga que había en la tapa. Alejo –así se llamaba- pronunciaba mal la erre. Me hacía reír cuando decía “estoy guebogacho”. No era bueno, pero podía ser gracioso y por eso empezamos a salir. Aquella noche dijo: “Te enamogaste de ese fogo”. Parecía enojado y todo. Pero no hablamos de eso, y en algún momento nos dormimos.
Al mes, o un poco más, Alejo me llamó a la oficina para contarme que la noche anterior había conocido a Loriga. La secuencia fue más o menos así: había pasado por mi casa y, como yo no estaba, fue a un bar de la vuelta para ver si me encontraba ahí. Se puso a charlar con uno, que resultó ser escritor, además de español. Alejo aprovechó para contarle que su chica estaba enamorada de un idiota que era colega de él. También habló de lo malo que era Héroes. Por supuesto, el español en cuestión era Loriga, que parece que se divirtió mucho con el asunto. Como en esa época no existía celular, decidieron contarme todo en persona. Fueron a mi casa y se quedaron en la puerta, esperándome. Habían llevado cervezas. No sé cuánto estuvieron ahí, Alejo dijo que horas (“hogas”). Terminaron en un departamento en San Telmo. Loriga se fue a la madrugada, porque perdía el avión a no sé dónde.
Con Alejo dejamos de vernos, aunque no por lo de Loriga, y un día descubrí que Héroes había desaparecido de mi casa. Me compré otro y volví a marcarlo. Porque algunas pérdidas se resuelven con una simple reposición. O eso creía. Mucho tiempo después volvimos a encontrarnos con Alejo. Me contó que él había robado el libro. Leyó párrafos a una novia que tenía y ella le dijo que nunca había escuchado algo más tonto. Entonces, él la dejó. “Difeguencias igueconciliables”, me dijo. Yo dije que lo entendía. Pero no quiso devolverme el libro.
Esta mañana descubrí que me falta el segundo Héroes.