Nací en el colegio Vicente López y Planes, de Olivos. Mi mamá quería que tuviéramos una buena educación y por eso desovó ahí. Durante un tiempo vivimos en el zócalo del aula de primer grado; después, nos mudamos a la de segundo y seguimos cambiándonos, hasta llegar a la de quinto. En ese entonces, yo ya sabía leer y conocía de memoria la formación de los triunviratos durante la época de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Y hubiera podido saber mucho más, si no hubieran desinfectado el aula. Así murió mi familia. Esa mañana, yo había subido a uno de los micros que llevaron a todos los alumnos a conocer el cabildo, la catedral y la casa de gobierno. Era la primera vez que viajaba: mi mamá no me había dejado ir a la excursión a un museo de ciencias naturales que habían hecho el año anterior los chicos de cuarto. Dijo que le parecía morboso. Ya era de tarde cuando regresamos al colegio. El olor se sentía desde el patio. Pepa, que vivía en el comedor y era parienta nuestra, me paró cuando yo iba corriendo a casa y me llevó hasta el mástil. Ahí me contó cómo había sido todo. Apenas escuchó el ruido de las puertas y las ventanas que se cerraban, mamá abrazó a mis hermanitas. Envueltas por el humo del Gamexane, las más chicas empezaron a cantar el himno nacional. Ojalá pudiera estar orgullosa de ellas. Pero nosotras no tenemos emociones. En realidad, sólo tenemos una y es una especie de alarma. Pero está bien que sea así. Nuestro sistema nervioso no está preparado para más.
Pepa insistió para que me mudara al comedor, pero no quise seguir viviendo en la escuela. Cuando nos despedimos, ella me recomendó que buscara un lugar con estufa. Anduve mucho por la calle hasta que encontré una puerta, que resultó ser la de un kiosco. Ese fin de semana me instalé en una caja de pastillas Renomé. Nadie me molestó. Pero el lunes empezaron los movimientos y tuve que cambiar de lugar varias veces. Terminé agotada. Pero lo peor fue escuchar las voces de los chicos. No lo soporté.
Volví a la calle. Aprendí a esconderme durante el día entre las raíces de los árboles y a moverme de noche. Como no sabía adónde ir, corría. Así llegué a un playón donde había muchos micros estacionados. Era la terminal del 152. Lo leí en el cartel donde estaba escrito el recorrido de los colectivos. Descansé un rato en el borde de un balde que había cerca de una canilla. Estuve un rato mirando alrededor; las paredes de la casilla tenían muchas grietas y, en algunas, crecían yuyos. Seguramente, tendría estufa. Decidí que ése no era un mal lugar para vivir. Pero, de pronto, todo empezó a temblar y caí sobre un trapo de piso que estaba en el fondo del balde. Me quedé quieta mientras duró aquel bamboleo. Traté de mantenerme firme, porque mi mamá nos había enseñado que era muy peligroso caerse de espaldas. Por fin se tranquilizó todo. Me asomé y vi que estaba adentro de un colectivo. Me acordé del día de la excusión a Plaza de Mayo, siempre tuve muy buena memoria. Entonces, igual que aquella vez, me acomodé en la pata de un asiento e hice de cuenta que estaba en el mar. En la clase de historia de cuarto grado la maestra había enseñado lo de las carabelas. Esto era parecido, porque había muchos mástiles y el lugar se balanceaba.
Hice muchos viajes; al principio, me escondía cuando empezaba a subir la gente y recién salía cuando quedaban pocas personas. En un colectivo hay muchos rincones y enseguida los conocí a todos. Pero como nunca fui miedosa, después de un tiempo empecé a asomarme en mitad del recorrido. Me gustaba quedarme en el borde de las ventanillas, y mirar lo que había del otro lado; sobre todo, las luces tan brillantes. Como esta noche. Pero justo vos elegiste sentarte del lado de la ventanilla y me descubriste. Aunque al principio pusiste cara de asco, como decía mi mamá que hacen todos ustedes cuando nos ven, y te corriste al asiento de al lado, ahora no dejás de estar atenta a lo que yo hago. Y te llevás la mano al zapato. Me gustaría llorar o gritar. Pero sólo puedo mover las antenas.