lunes, 20 de abril de 2009

Como un yo afectado

Nací en el colegio Vicente López y Planes, de Olivos. Mi mamá quería que tuviéramos una buena educación y por eso desovó ahí. Durante un tiempo vivimos en el zócalo del aula de primer grado; después, nos mudamos a la de segundo y seguimos cambiándonos, hasta llegar a la de quinto. En ese entonces, yo ya sabía leer y conocía de memoria la formación de los triunviratos durante la época de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Y hubiera podido saber mucho más, si no hubieran desinfectado el aula. Así murió mi familia. Esa mañana, yo había subido a uno de los micros que llevaron a todos los alumnos a conocer el cabildo, la catedral y la casa de gobierno. Era la primera vez que viajaba: mi mamá no me había dejado ir a la excursión a un museo de ciencias naturales que habían hecho el año anterior los chicos de cuarto. Dijo que le parecía morboso. Ya era de tarde cuando regresamos al colegio. El olor se sentía desde el patio. Pepa, que vivía en el comedor y era parienta nuestra, me paró cuando yo iba corriendo a casa y me llevó hasta el mástil. Ahí me contó cómo había sido todo. Apenas escuchó el ruido de las puertas y las ventanas que se cerraban, mamá abrazó a mis hermanitas. Envueltas por el humo del Gamexane, las más chicas empezaron a cantar el himno nacional. Ojalá pudiera estar orgullosa de ellas. Pero nosotras no tenemos emociones. En realidad, sólo tenemos una y es una especie de alarma. Pero está bien que sea así. Nuestro sistema nervioso no está preparado para más.

 Pepa insistió para que me mudara al comedor, pero no quise seguir viviendo en la escuela. Cuando nos despedimos, ella me recomendó que buscara un lugar con estufa. Anduve mucho por la calle hasta que encontré una puerta, que resultó ser la de un kiosco. Ese fin de semana me instalé en una caja de pastillas Renomé. Nadie me molestó. Pero el lunes empezaron los movimientos y tuve que cambiar de lugar varias veces. Terminé agotada. Pero lo peor fue escuchar las voces de los chicos. No lo soporté.

Volví a la calle. Aprendí a esconderme durante el día entre las raíces de los árboles y a moverme de noche. Como no sabía adónde ir, corría. Así llegué a un playón donde había muchos micros estacionados. Era la terminal del 152. Lo leí en el cartel donde estaba escrito el recorrido de los colectivos. Descansé un rato en el borde de un balde que había cerca de una canilla. Estuve un rato mirando alrededor; las paredes de la casilla tenían muchas grietas y, en algunas, crecían yuyos. Seguramente, tendría estufa. Decidí que ése no era un mal lugar para vivir. Pero, de pronto, todo empezó a temblar y caí sobre un trapo de piso que estaba en el fondo del balde. Me quedé quieta mientras duró aquel bamboleo. Traté de mantenerme firme, porque mi mamá nos había enseñado que era muy peligroso caerse de espaldas. Por fin se tranquilizó todo. Me asomé y vi que estaba adentro de un colectivo. Me acordé del día de la excusión a Plaza de Mayo, siempre tuve muy buena memoria. Entonces, igual que aquella vez, me acomodé en la pata de un asiento e hice de cuenta que estaba en el mar. En la clase de historia de cuarto grado la maestra había enseñado lo de las carabelas. Esto era parecido, porque había muchos mástiles y el lugar se balanceaba.

Hice muchos viajes; al principio, me escondía cuando empezaba a subir la gente y recién salía cuando quedaban pocas personas. En un colectivo hay muchos rincones y enseguida los conocí a todos. Pero como nunca fui miedosa, después de un tiempo empecé a asomarme en mitad del recorrido. Me gustaba quedarme en el borde de las ventanillas, y mirar lo que había del otro lado; sobre todo, las luces tan brillantes. Como esta noche. Pero justo vos elegiste sentarte del lado de la ventanilla y me descubriste. Aunque al principio pusiste cara de asco, como decía mi mamá que hacen todos ustedes cuando nos ven, y te corriste al asiento de al lado, ahora no dejás de estar atenta a lo que yo hago. Y te llevás la mano al zapato. Me gustaría llorar o gritar. Pero sólo puedo mover las antenas. 

domingo, 12 de abril de 2009

Algunos ritos

Una vez estuve en Sevilla durante Semana Santa. Llegué desde Madrid, en micro, muy tarde, y pasé la noche en un hostal que quedaba enfrente de la estación. Tirada en la cama, si estiraba los brazos, llegaba a tocar las paredes del cuarto. Pero como yo nunca fui claustrofóbica, hice de cuenta que estaba en un ataúd y me dormí. Un ratito. Porque enseguida me desperté rascándome. Las sábanas estaban llenas de redondelitos negros. Y debían ser bichos, porque se movían. El señor que estaba en la recepción se rió cuando le pedí que me cambiara de féretro. Me dijo que no había otro disponible y siguió mirando la tele y blanco y negra. Me quedé al lado de él hasta que se hizo de día. Me convidó con vino áspero, que tomaba en un jarrito de metal.

A la mañana me fui a la casa de la hermana de una amiga. Yo no la conocía pero le llevaba una carta de la Gallega, que en realidad había nacido en Tenerife. Nos caímos bien. A la tarde fuimos a ver las procesiones. Había mucha gente en las calles, alrededor de las iglesias. Parecía una parade; pero en vez de bailar, todos caminaban mientras rezaban o cantaban. Había hombres como Cristo, con coronas de espinas y todo, que arrastraban cruces. Muchos les sacaban fotos. Las mujeres usaban mantillas de encaje negro y parecían muy serias. Después de un rato de aquello nos fuimos a tomar algo. De copas, como me enseñó a decir la hermana de la Gallega. Fueron muchas y en muchos bares. En algún momento, ella me propuso ir a visitar al marido al trabajo, así lo conocía. Terminamos en una estación de policía. Así me enteré que él era cana. Simpático, pero cana. Capaz que yo hice algún comentario sobre eso o algo por el estilo, porque me acuerdo que fuimos los tres a tomar algo y que hablamos mucho sobre dictaduras, guerras civiles y democracias. Volvimos al cuartel y la hermana de la Gallega y yo jugamos un buen rato con las gorras y las cachiporras de los canas. Después, las dos nos fuimos al barrio de Triana, que estaba lleno de callecitas enredadas y de bares escondidos. O eso me pareció. Terminé asomada a un local casi a oscuras. En el medio de una ronda de gente había un señor de pelo largo y enrulado. Parecía que cantaba algún dolor rabioso. Con la hermana de la Gallega nos quedamos paraditas en la puerta. Yo no podía dejar de escuchar.

Alguien nos vio, se acercó a nosotras y nos hizo salir. Cuando estábamos en la calle, nos trató de payas y de irrespetuosas. Recién al otro día entendí lo que había pasado; me lo explicó la hermana de la Gallega, mientras desayunábamos: aquello no era un bar, sino el patio de una casa. Y el que cantaba era Camarón de la Isla.

martes, 7 de abril de 2009

Eran quince

“Una luz en el cielo. Pálida, helada. Sólo eso. Sólo eso fue el inicio de la llegada de los quince platos voladores que nos rodearon mientras el fogón se apagaba sobre la tierra del cerro Uritorco”.

   -No te creo.

   -Recién empiezo…

   -Por eso. Ya arrancás mal-dijo. Y apagó el cigarrillo en un resto de puré que quedaba en el plato-. Dejemos de lado que nunca estuviste en el cerro Uritorco, aunque no es un detalle menor. ¿Por qué, de entrada, mencionás que son quince?

   -Porque no eran dos ni tres, eran quince- contestó ella con tono desafiante.

   El se levantó, fue hasta la cocina y volvió con una caja. La abrió y dejó caer al piso todos los fósforos.

   -¿Cuántos son? A ver, sin ponerte a contar, decíme cuántos son.

   Pero ella no levantó la vista de las hojas que sostenía. Las apretaba con tanta fuerza que se le habían puesto blancas las puntas de los dedos. Tenía manos chicas y carnosas, ese era el único rasgo infantil que conservaba a sus 38 años. Se había enamorado de él en el segundo año de la universidad. Nunca supo cómo había logrado que aquel catedrático se fijara en ella. “Tuviste suerte”, le había dicho la madre el día que se casaron. Dos meses antes, ella había dejado la carrera. Se dedicó a organizar la agenda de conferencias y cursos que él daba. Desde la publicación del segundo libro, cada vez eran más.

   El se agachó a recoger los fósforos. Aunque era robusto, conservaba la agilidad de quienes  practicaron rugby en su juventud. Cuando volvió a sentarse, tenía una expresión que ella conocía bien: esa mezcla de tolerancia y severidad que impostaba en sus clases.

   -Es mejor que el protagonista descubra que esa luz pálida son ovnis y que después se horrorice más al contarlos. No puede pasar eso en la misma secuencia.

   -Ella.

   -¿Qué?

   -Es ella. La protagonista es una mujer.

   -¿Y el hombre dónde estaba?

   -En la carpa, durmiendo.

   -¿Y ella, afuera?

   -Sí.

   -Pero mirá qué valiente la señora… Quedarse sola en medio del Uritorco, al lado de un fogón que se apaga… ¿Y cómo sigue?

   -No sigue- dijo. Dejó los papeles y fue hasta la cocina.

   El levantó los platos de la mesa y la siguió. Ella estaba parada, con las manos apoyadas sobre la mesada y la cabeza hundida en los hombros. La abrazó por la espalda.

   -Perdoname. No me di cuenta.

   -No importa.

   -Me tomaste por sorpresa. No sabía que habías vuelto a escribir.

   -Esto no es escribir. Es una porquería.

   El le corrió el pelo de la cara, empezó a besarle la frente hasta llegar a la nariz. La llamó “mi Pinocha” y la abrazó más fuerte. Después, preparó café. Volvieron al living y, aunque insistió, ella no quiso seguir leyendo. Se quedaron abrazados en el sillón. Como se les había acabado el cognac, después del café tomaron whisky.

   -¿Cómo se te ocurrió lo de los ovnis?

   -No sé. Fue una tontería. Olvidátelo. Esta tarde confirmé lo del coloquio en Navarra. Es en dos semanas.

   -¿Y si vamos juntos? Podríamos tomarnos una semana de vacaciones allá y quedarnos para San Fermín.

   -Pero si lo único que decís es que ya estás aburrido de viajar… Además, sos fóbico a las multitudes. Por eso nos mudamos a barrios cada vez más alejados.

   -Creo que es hora de pensar seriamente en Atacama-. El se rió de su propio chiste-. Ahí sí, hasta yo me pondría a escribir sobre platos voladores- Y volvió a reírse.  

   Ella ni siquiera sonrió ante estos comentarios. Parecía cansada. El, en cambio, estaba cada vez más animado. Le propuso un juego: que ella le contara el final del relato y él adivinaría lo que había pasado antes.

   -Sin trampas, Pinocha. Acordate que sobre la mesa están los papeles con la versión original.

   -También podríamos hacerlo con cualquiera de tus libros.

   -Sí, pero vos ya los leíste. No tendría gracia.

   La verdad era que ella no había terminado de leer nada de lo que él había publicado en los últimos años. No avanzaba más de las primeras diez o quince páginas. Se acordó de la primera vez que él la mencionó en una dedicatoria. “A mi luz”, había escrito. Llevó el libro en la cartera durante un mes; una vez por día, lo leía y lloraba.

   -¿No es un poco tarde para las adivinanzas?

   -Es un juego…

   -No. Si lo pensás bien, no es un juego.

   -¿Qué es lo que tendría que pensar? A veces no te entiendo. A lo mejor no tendría que haberte hecho esas observaciones sobre el cuento. Pero vos quisiste leérmelo.

   -Quería que lo escuchés.

   -¿Por qué?

   -Para variar, supongo.

   -Ahora sos vos la que juega a las adivinanzas.

   -No, acá no hay ningún misterio.

   -¿Y cómo termina todo?

   -Los platos voladores se fueron. Y el mundo nunca volvió a ser el mismo.

   El asintió y durante un rato se entretuvo tomando whisky con un dedo. Lo mojaba y lo lamía. Ella aprovechó para llevar las tazas a la cocina y lavarlas. Cuando volvió, él había dejado de jugar con la bebida y miraba fijamente el vaso.

   -¿El marido se fue en uno de los platos voladores?

   -No.

   -Entonces, la protagonista sos vos. Por eso volviste a escribir. No debe haber sido fácil.

   Ella no contestó.

   -Hay un salto raro en la narración. Empieza ella, termina él…

   -¿Viste que era una porquería?

   -Al final, resultó que sí. ¿Vas a dejarme, no?- Miraba hacia la ventana cuando se lo preguntó.